El espíritu humano está expuesto
a los requerimientos más
sorprendentes. Constantemente se da miedo a
sí mismo.
Sus movimientos eróticos le aterrorizan.
La santa, llena de
pavor, aparta la vista del voluptuoso: ignora
la unidad que
existe entre las pasiones inconfesables de éste
y las suyas.
Podemos
decir del erotismo que es la aprobación
de la vida
hasta en la muerte.
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Georges
Bataille |
(Fragmento de su novela Madame
Edwarda) *
Permanecimos largo tiempo en silencio,
Madame Edwarda, el chofer y yo, inmóviles en
nuestros asientos, como si el coche estuviera en movimiento.
Edwarda me dijo al fin:
-¡Que vaya al mercado de Les Halles!
Se lo comuniqué al chofer, quien se puso en
marcha.
Nos llevó por calles oscuras. Tranquila y lenta,
Edwarda desató las cintas de su capa, que resbaló;
ya no llevaba el antifaz. Se quitó la torera
y dijo para sí en voz baja:
-Desnuda como un animal.
Detuvo el coche, golpeando el cristal, y bajó.
Se acercó al chofer hasta tocarlo y dijo:
-Lo ves…estoy desnuda….ven.
El chofer inmóvil miró al animal: retrocediendo,
ella había levantado muy alto la pierna, queriendo
que él viese la hendidura. Sin decir palabra
y sin prisa, aquel hombre abandonó su asiento.
Era sólido y grosero. Edwarda lo abrazó,
le tomó la boca y le hurgó en la bragueta
con la mano. Le dejó caer los pantalones por
las piernas y le dijo:
-Ven al coche.
El se sentó junto a mí.
Siguiéndole, Edwarda montó sobre él,
voluptuosa, y deslizó al chofer con su mano
dentro de ella. Yo permanecí inerte, mirando;
ella hizo movimientos lentos y disimulados, de los
que, visiblemente, obtenía el placer supremo.
El otro respondía, se entregaba brutalmente
con todo su cuerpo: nacido de la intimidad al desnudo
de aquellos dos seres, su abrazo llegaba poco a poco
al punto de exceso en que falla el corazón.
El chofer estaba trastocado, jadeante. Encendí
la luz interior del coche. Erecta, a caballo sobre
el trabajador, Edwarda echaba la cabeza hacia atrás,
la cabellera colgante. Sosteniéndole la nuca,
vi sus ojos en blanco. Arqueándose, se apoyó
en la mano que la sujetaba, y la tensión aceleró
su ronquido. Sus ojos volvieron a su lugar y, por
un instante, pareció apaciguarse. Me vio: en
aquel momento, supe por su mirada que volvía
de lo imposible y vi, en el fondo de ella, una vertiginosa
fijeza. En la raíz misma de su ser, la marea
que la inundó volvió a brotar en sus
lágrimas: las lágrimas surgieron de
los ojos. El amor estaba muerto en aquellos ojos;
de ellas emanaba un frío de aurora y una transparencia
en la que leía la muerte. Y todo se confundía
en aquella mirada de sueño: los cuerpos desnudos,
los dedos que abrían la carne, mi angustia
y el recuerdo de la baba en los labios; nada que no
contribuyese a ese deslizamiento ciego hacia la muerte.
El goce de Edwarda –fuente
de aguas vivas, manando en ella a punto de romper
el corazón- se prolongaba de manera insólita:
la oleada de voluptuosidad no cesaba de glorificar
su ser, de hacer más desnuda su desnudez, más
vergonzoso su impudor. Con el cuerpo y el rostro extasiados,
abandonados al indecible arrollo, tuvo, en su dulzura,
una sonrisa rota: me vio en el fondo de mi aridez.
Y, desde el fondo de mi tristeza, sentí liberarse
el torrente de su júbilo. Mi angustia se oponía
al placer que habría debido desear: el placer
doloroso de Edwarda me produjo un agotador sentimiento
de milagro.
Mi aflicción y mi fiebre me parecían
poco, pero era todo lo que tenía, las únicas
grandezas en mí capaces de responder al éxtasis
de aquella a quien, en el fondo de un frío
silencio, llamaba “corazón mío”.
Los últimos escalofríos la recorrieron,
lentamente; su cuerpo, aún espumoso, se relajó
por fin. En el fondo del taxi, tras el amor, el chofer
quedó repantigado. Yo no había dejado
de sostener a Edwarda por la nuca. Se deshizo el nudo,
la ayudé a tumbarse y sequé su sudor.
Con los ojos muertos, ella se dejaba hacer. Había
apagado la luz; Edwarda dormitaba, como un niño.
Un mismo sueño debió adormilarnos a
los tres, a Edwarda, al chofer y a mí.
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Georges Bataille
(1897-1962), con el seudónimo de Pierre Angélique,
había publicado, en 1941 y en 1943, dos ediciones
clandestinas de Madame
Edwarda. En 1956, Bataille
entregó el libro a su editor, J. Pauvert, para
que lo publicara por primera vez en edición comercial,
manteniendo el seudónimo pero añadiendo
un prefacio firmado con su nombre. Diez años
después, una vez muerto Bataille, apareció
finalmente la edición definitiva con el nombre
real del autor. El fragmento que reproducimos anteriormente
pertenece a la edición de 1981, traducido por
Antonio Escohotado para Tusquets, colección La
sonrisa vertical, de Barcelona.
George Bataille fue un poeta, ensayista y novelista
francés. Además de ser el conservador
de la Biblioteca de Orleáns, y el director –hasta
su muerte- de la prestigiosa revista Critique.
Sus obras más importantes son:
El verdadero Barba-Azul,
El erotismo, Las Lágrimas de Eros, Historia del
ojo, Mi Madre, El muerto, Madame Edwarda, El azul del
cielo, y La Literatura y el Mal.
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