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Alejandra Pizarnik:
La transformación del yo en palabra
Por Héctor Freire
hectorfreire@elpsicoanalitico.com.ar
 

Son mis voces cantando
para que no canten ellos,
los amordazados grismente en el alba,
los vestidos de pájaro desolado en la lluvia

Hay, en la espera,
un rumor a lila rompiéndose.
Y hay, cuando viene el día,
una partición del sol en pequeños soles negros.

Y cuando es de noche, siempre,
una tribu de palabras mutiladas
busca asilo en mi garganta,
para que no canten ellos,
los funestos, los dueños del silencio.



La elección del poema "Anillos de ceniza" no responde a una necesidad netamente personal y subjetiva, sino a una posibilidad de objetivar en este poema lo que podría llegar a constituir la esencia y la síntesis de la obra de Alejandra Pizarnik, el "qué" y el "cómo" de la representación de su realidad poética, la "palabra refulgente" o de "fulguración trascendente", clave para inferir los rasgos propios y únicos de su poesía, que es lo mismo que decir: descubrir la especial resonancia de su escritura poética en el entramado laberíntico de su personalidad. “Escribe y escribió como quien hace el amor de un modo que esté a la altura de la muerte”. Escribió de sí misma, a propósito de la edición de “Los pequeños cantos”, en diciembre del año 1971. Nueve meses después, el 25 de septiembre de 1972, a los treinta y seis años, concretaría en forma definitiva lo escrito: “Como quien se suicida….” El rito de muerte de Alejandra se completaría con cierta escenografía siniestra: esa mañana, se la encontró cerca de su cama, junto a una muñeca decapitada que, antes de ingerir una dosis de seconal, había cuidadosamente arreglado y pintado con rouge. Esta escena fue quizás su último poema. Pizarnik había nacido en Buenos Aires un 29 de abril de 1936.

Sólo palabras / las de la infancia / las de la muerte / las de la noche de los cuerpos.

Dicha analogía representa no sólo una tentación, sino un desafío peligroso, ya que, ante cualquier intento de acercamiento crítico a su obra, se interpone su suicidio, pudiendo llevar al crítico a una interpretación extra-literaria y psicoanalítica de sus poemas; pero tampoco podemos divorciar la obra de su profunda realidad biográfica. Cabe entonces, ante estas dos alternativas, preguntarnos: ¿Qué factores determinaron su incuestionable vigencia y admiración entre las generaciones más jóvenes?

En efecto, comprobamos que esa admiración es resultado del asombro ante la calidad de sus poemas, la presentación mágica de los elementos realistas, esas imágenes cargadas de significaciones que representan el sufrimiento de lo humano y los límites propios del lenguaje, signos poéticos que hablan por sí mismos. Pequeños cantos sintéticos y, a la vez, intensos. La transformación del yo en palabra. Donde Alejandra, la siempre niña, como “Alicia a través del espejo”, es la única habitante de “La última inocencia”, “la pequeña náufraga”, “la extraviada” en el “lugar de la herida”.

Alguien entra en el silencio y me abandona.
Ahora la soledad no está sola.
Tú hablas como la noche.
Te anuncias como la sed.

(del poema “Encuentro”)

Por otro lado, el deslumbramiento ante su suicidio, que no es sólo haberle dado fin a su vida, sino haber vivido plenamente la poesía. Es que Alejandra, así como muchos de los poetas considerados "malditos" (Artaud, Poe, Blake, Baudelaire, Rimbaud), no realizó el "ejercicio" de la poesía, y el precio que pagó por este desafío –como el de los poetas citados, admirados y, algunos de ellos, traducidos por la autora- fue muy alto. A propósito, desde la amistad poética, Elizabeth Azcona Cranwell comentó: “Dijo una vez Eduardo Mallea que hay artistas y escritores que nacen con mito, y a través de él su obra alcanza dimensiones excepcionales. Otros, en cambio, con más excelencias palpables en su creación, no alcanzan el merecido reconocimiento. Alejandra tuvo que morirse – no necesariamente, matarse-, cumplir de un modo u otro el acto desnudo de morir, para convertirse en un mito, para que se entendiera que detrás de las máscaras a las que indirectamente se la obligó mientras vivía – la excentricidad, el aislamiento, el misterio- se ocultaba una niña a veces melancólica, muchas risueña, con originalísimo sentido del humor y una excepcional fidelidad a sí misma. Su mundo fue la palabra y su ámbito el poema.”

Alejandra Pizarnik es la esencia misma del lenguaje, el nudo original donde todo empieza y puede ser, el "Sancta Sanctorum" de la poesía, ese estado de asombro, de deslumbramiento y horrorosa verdad. Sus poemas tienen el poder de transportarnos a una zona sagrada, vedada, el lugar mismo del nacimiento y muerte de la infancia, un cerno donde el silencio tiene el poder conjuratorio del horror, y el amor, la sacralidad mítica de la muerte.

Su verdad es inefable y, si la palabra pudiera comunicarla lo haría apenas, todo lo que pueda decirse es poco, casi nada, porque la realidad de Pizarnik es difícil de comunicar.

Ni sombra,/ni nombre,/mi carencia./Todo se reduce/a un sol muerto.
Todo es el mundo/y la soledad/como dos animales muertos/
Tendidos en el desierto.

Penetrar en el mundo poético de Alejandra es ubicarnos en ese sector encarnado del verbo donde se produce la apertura hacia la realidad. Poesía del yo-pleno, significante y al mismo tiempo intransferible, cuya inmediata correlación es el silencio.

En mí el lenguaje es siempre un pretexto para el silencio.

Al mismo tiempo, su lenguaje es una misteriosa alquimia que extrae, de lo más íntimo del silencio, la palabra o el símbolo que lo nombre y lo haga comunicable; es un abrazo interior, pero también una profunda integración a la totalidad. Las palabras que componen sus poemas emergen de las tinieblas de la infancia perdida, y es como si necesitaran de poesía para seguir viviendo porque las mismas están sumergidas en un equivoco absoluto; por eso sus palabras son nombres para las cosas, continuas indagaciones en el problema del auto-conocimiento. Su yo, completamente separado de sus pseudo-yoes, ya no tiene alternativa, debe buscar su totalidad, su vacío y su final, pero entre el principio y el final su yo es consciente de su propia condición de paria. Alejandra es "una hija del ‘insomnio’”, “una desconocida con su mismo rostro” (como la definiera Enrique Molina en el prólogo al libro "La última inocencia” y “Las aventuras perdidas"), y este desgarrado desconocimiento es lo que da origen a sus poesías, a esa necesidad de socorro semántico", como lo demuestra el primer poema del libro “El infierno Musical" ("Cold in Hand Blues"):

y qué es lo que vas a decir / voy a decir solamente algo / y qué es lo que vas a hacer / voy a ocultarme en el lenguaje / y por qué / tengo miedo.

Ese silencio final es bivalente, está tendido tensamente entre el absoluto de la muerte y la contingencia, sobre el abismo del No-ser.
Sin embargo, hay un deseo de dinamizar el lenguaje para que cumpla su misión de puente o nexo hacia la transmutación del yo en palabra. El repertorio de imágenes que se advierte en distintos pasajes de su poesía gira en torno al tratamiento especial, metafórico-visual, de varios elementos simbólicos, como lo son el viento, el lila, el pájaro, la música, el jardín y el muro:

Tú haces el silencio de las lilas que aletean/en mi tragedia del viento en el corazón. / Tú hiciste de mi vida un cuento para niños/en donde naufragios y muertes / son pretextos de ceremonias adorables. (del poema “Reconocimiento”).

El manejo poético de estos elementos realistas es, paradójicamente, al mismo tiempo plenitud y vaciamiento de conciencia. Son un destello repentino, una grieta en la conciencia, una especie de catástrofe que rompe con los poemas cargados de contenidos intelectuales y demostrativos. A partir de ellos se nos abre un nuevo cielo, y todo aparece vestido con un ropaje nuevo, sin falsas ilusiones.

Ella no espera en sí misma. Nada de sí misma. Demasiado ensimismada. Sólo vine a ver el jardín donde alguien moría por culpa de algo que no pasó o de alguien que no vino.
Ella es un interior. Todo ha sido demasiado y ella se irá.
Y yo me iré. (1972)


Los poemas de Alejandra Pizarnik nombran y poseen, nos obligan a descifrar y a entrar en los ritos dialécticos de la realidad, que es destructiva y constructiva a la vez. Son juegos cognoscitivos y mágicos, donde la palabra siempre termina buscándose a sí misma, y Alejandra siempre se pierde. Pero este juego siempre desprende un goce, como cualquier juego, y termina agrandando los límites de la sugestión y connotación de las palabras que se habían perdido y que se vuelven a encontrar para alejarse totalmente de la percepción habitual. Es como si sus poemas finalmente fueran un adecuado tipo de silencio.

Había que escribir sin para qué, sin para quién. / El cuerpo se acuerda de un amor como encender la lámpara. / El silencio es tentación y promesa. (del poema “Fuga en lila”)

En casi todos sus textos Alejandra habla de sí misma como si hablara de otra. Y, en tanto estructura impresa por la escritura, son actos muertos, siempre y cuando no sean re-actualizados por la visión interna del lector. Por eso se hace más que necesaria la ruptura con una “lectura lineal”, para que el lector sea capaz de re-vivir los nódulos de intuición y emoción del poema y cerrar, así, el circuito de comunicación de su poesía. Quizás, ésta sea una de las claves más significativas para comprender la oración final de Alejandra Pizarnik:

"Y que de mí no quede más que la alegría de quien pidió entrar y le fue concedido".


 
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