I)
Mujeres de hoy
Mi práctica cotidiana como psicoanalista, me
permite comparar las consultas que hoy recibo por parte
de las mujeres con las solicitudes de asistencia características
de décadas anteriores. Las mujeres que conozco
han sido siempre sensibles a las cuestiones amorosas,
y los avatares de las relaciones de pareja, o de su
ausencia, han tenido un protagonismo innegable en sus
demandas terapéuticas. Sin embargo, las condiciones
de vida de la Modernidad tardía imprimen a estas
consultas ciertas características peculiares.
Los estudios sociales nos informan acerca de la postergación
de la edad del matrimonio o de la convivencia en pareja,
así como la consiguiente demora, si se compara
con generaciones anteriores, del inicio de la maternidad.
Esto ocurre en sectores femeninos educados e integrados,
que afrontan elevados requerimientos para su formación
educativa y su desarrollo de carrera. Disfrutan de la
posibilidad de desplegar deseos de conocer el mundo
y de conocerse a sí mismas, lo que ha favorecido
que el ideal maternal admita algunas postergaciones
y comparta, con el estudio y el trabajo, su posición
central en el sistema de ideales propuestos para el
Yo.
Esta tendencia coexiste, de modo incompatible, con
un auge de los embarazos precoces, que si bien son la
norma entre los sectores populares, están creciendo
entre las capas medias de la población. La sexualización
cultural, promovida como una mercancía, y la
consiguiente experimentación erótica,
casi obligada, puede explicar, al menos en parte, esta
tendencia contradictoria con la anteriormente descrita.
El río está, sin duda, revuelto y en
sus remolinos coexisten fragmentos de la Modernidad
más tradicional con otros, postmodernos e innovadores.
No es extraño, entonces, que una joven atraviese
su temprana adolescencia cumpliendo con los actuales
ritos de iniciación en los reservados de las
discos para, unos años más tarde, habiendo
creado una carrera, ingresar en una unión conyugal
donde reaparecen, de modo sorprendente, las clásicas
actitudes que ya describiera Von Kraft Ebbing y retomara
Freud (1918) como “servidumbre erótica”.
Si en los inicios del siglo XX la dependencia de las
mujeres con respecto del amor y del criterio del compañero
amoroso se refería al hecho de que éste
había sido su iniciador y su único partenaire
erótico, esta condición no se sostiene
hoy, cuando las jóvenes han accedido ampliamente
a la experimentación sexual. La pregunta es entonces:
¿Por qué motivos una joven educada, que
dispone de recursos propios y que tiene experiencia
sexual, establece un vínculo amoroso caracterizado
por la dependencia, la idealización del compañero
y la auto postergación al punto de la melancolía?
¿Por qué, cuando se ha roto un vínculo,
buscan con profunda ansiedad un relevo, sin el cual
sienten de modo literal que su vida está en suspenso,
que sin un compañero no están viviendo
y que nada les causa satisfacción más
allá del amor y de la compañía
que anhelan? ¿Por qué invisten tan escasamente
los logros laborales, que tanto les han costado y descuidan
su vocación por priorizar la relación
amorosa?
De más está decir que no encuentro nada
de intensidad semejante en las consultas masculinas,
que muestran más preocupación por los
logros educativos y laborales; en fin, más enfocadas
en el deseo de ser que en el deseo de ser amados. Entre
ellos, el amor se supone que llegará como recompensa
por el logro, y la consagración narcisista no
se obtiene por la vía de suscitar el deseo femenino,
sino por las realizaciones sociales alcanzadas y reconocidas
por sus pares.
¿Estaremos ante una inercia transhistórica
de la condición ancestral de las mujeres? Una
postura alternativa puede consistir en revalorizar esta
empecinada vocación vincular que persiste hoy
en día. Después de todo, tal vez ellas
comprendan que sólo los afectos otorgan sentido
y coloratura emocional a la existencia. Algo de eso
hay, sin duda, ya que su subjetivación como mujeres
no les ha requerido una feroz escisión de la
dependencia infantil, tal como se cultiva entre los
varones una vez que abandonan la infancia. Por ese motivo
desarrollan mejor sus capacidades empáticas,
de tanta utilidad para la crianza de los hijos y para
las relaciones amorosas, amistosas y laborales.
La ambición competitiva que se estimula para
los varones no es la única vía posible
para la creatividad y la productividad cultural. Tareas
tales como educar, gobernar y analizar, tres propósitos
imposibles, tal como expresó Freud (1937), requieren
el desarrollo de una capacidad intersubjetiva de conexión
emocional con el semejante, para lo cual es necesario
limitar las propias tendencias afirmativas y dar espacio
a la alteridad (Benjamin, 1998).
Todo esto puede explicar la importancia que asignan
muchas mujeres a la relación de pareja en su
proyecto vital, pero no da cuenta de modo total de la
intensidad de la tendencia observada.
Otro factor, la mirada de los terceros, tiene todavía
un peso ominoso sobre las mujeres. He advertido que
varias de las jóvenes analizadas anhelan un compañero
que opere más bien al modo de un acompañante
para enfrentar su fobia social. No es que este deseo
de ostentar una supuesta completitud esté ausente
entre los hombres, quienes también encuentran
un reaseguro para su estima de sí en la compañía
de una mujer atractiva. Pero mostrarse en soledad no
tiene el mismo sentido para una mujer joven que para
un varón de edad semejante. Él puede ser
percibido como un ser autónomo, mientras que
ella exhibe una lastimosa carencia, un fracaso en la
obtención de una compañía masculina
que, en ese contexto, funciona como un fetiche. Esta
es una curiosa pervivencia del control social característico
de la pre-modernidad, en el corazón del desierto
postmoderno.
Los primeros años de la juventud fueron destinados
a estudiar, trabajar y experimentar: en un estudio en
curso sobre género, jóvenes y trabajo
[1],
he podido advertir que, entre mujeres jóvenes
universitarias que están entre los 25 y los 29
años, la relación de pareja no se concibe
como una asociación para toda la vida. Por el
contrario, se evalúa a sus actuales compañeros
para determinar si serán adecuados como esposos
y padres, y, aunque la relación actual resulte
satisfactoria, admiten la posibilidad de buscar más
adelante varones que ellas consideren más aptos
para la convivencia. Esta es una actitud de autonomía
personal y de planificación del proyecto de vida
que resulta alentadora, y que evalúo como un
progreso de las relaciones de género en el sentido
de una mayor equidad. Pero también he observado
que el paso del tiempo, antes desmentido, retorna mediante
el ominoso tic tac del “reloj biológico”,
que anuncia que el período reproductivo puede
llegar a su fin sin que se haya logrado constituir una
relación estable. Es en este contexto que el
sistema médico ha creado la técnica de
conservación de óvulos, que varias pacientes
ya proyectan ensayar, para prolongar sus posibilidades
de ser madres.
Respecto de este tema, es necesario advertir que la
alusión al reloj biológico es irónica,
ya que se trata también de un efecto cultural.
Los varones no experimentan angustias relacionadas con
su fertilidad eventual, no sólo porque se han
subjetivado para ser más sexuales y hostiles
que paternales, sino porque pueden hacer pareja con
mujeres más jóvenes, como efectivamente
ocurre en muchos casos (Meler, 2000). Este arreglo ancestral,
que sustenta el dominio masculino en la pareja a través
de establecer que el hombre tenga algunos años
más que su compañera, -distancia que en
la actualidad no ha disminuido sino que, por el contrario,
aumenta al compás de los divorcios-, contribuye
a la crisis actual de algunas mujeres de treinta y pico,
atrapadas en las contradicciones contemporáneas.
II) Hambre de vínculo
Esta demanda de amor masculino se observa también
entre mujeres mayores, ya sean divorciadas o viudas,
que, pese a participar de una amplia red vincular y
haber logrado inserciones laborales satisfactorias,
cifran de modo exclusivo su satisfacción vital,
en obtener nuevamente una pareja. Ante esta situación,
he indagado acerca de qué es lo que se anhela
que el vínculo proporcione. Si bien la sexualidad
y la comunicación emocional son aspectos obviamente
importantes, mi impresión es que la confirmación
narcisista constituye una motivación que adquiere
prioridad por sobre las demás. Los logros personales
constituyen una fuente de autoestima, pero se relacionan
con el reaseguro de su condición de adultas.
La feminidad en sí misma parece requerir, todavía,
la presencia de un reconocedor privilegiado: el compañero
amoroso. En su ausencia, la sensación es de vacío,
sinsentido y tristeza. Esta profunda dependencia emocional
presenta, como riesgo, tornar a las mujeres vulnerables
ante situaciones de explotación, manipulación
o abandono.
La dificultad para obtener confort psíquico
mediante los recursos internos de la propia mente o
a través de otros vínculos, de los que
las mujeres suelen disponer en abundancia, tales como
amistades, parientes o compañeros de trabajo
o estudio, representa un desafío importante para
las psicoterapias con pacientes mujeres. Resulta llamativo
el contraste entre los notorios avances en la condición
social femenina y esta pervivencia subjetiva de arraigadas
actitudes de dependencia afectiva.
A modo de hipótesis planteo que, en esta época,
coexisten de modo inarmónico algunas características
culturales tradicionales junto con tendencias específicas
de la post-modernidad y que ambas corrientes confluyen
en esta dificultad que experimentan muchas mujeres en
la actualidad. La impronta de haber sido intercambiadas
durante siglos como prenda de alianza entre familias
es honda y no desaparece con facilidad. El ser de las
mujeres está tan íntimamente asociado
con ser la mujer de un hombre que la falta de un vínculo
conyugal no sólo genera soledad sino que despersonaliza.
Ser es, para muchas mujeres, sinónimo de ser-con-otro.
Para comprender esta situación bastará
recordar que la posesión de un nombre propio
es un logro femenino reciente; en muchos tiempos y lugares
las mujeres fueron nombradas por sus maridos, como parte
de la identidad de ellos. Otros aspectos se vinculan
con el estatuto social que se aspira a lograr. Aunque
cada vez más mujeres trabajan, todavía
la posición social de muchas familias depende,
de modo prioritario, de los logros del varón.
De modo que ser “alguien”, o sea gozar de
bienes materiales y reconocimiento social, depende a
veces de modo real y otras de forma imaginaria, de estar
con un compañero adecuado para ese propósito.
A estos relictos del pasado se une la velocidad del
presente, que genera como expectativa disponer de una
satisfacción inmediata y continua. La soledad
de pareja es percibida, en ese contexto, como una carencia
intolerable para el anhelo de completitud. Pero el mercado
no protege de los avatares existenciales y sólo
un avance genuino, en el proceso de individuación
de las mujeres, permitirá que transiten con mayor
serenidad por períodos donde disfruten del amor
de un hombre, alternándolos con otros donde puedan
estar con los demás, más allá de
una compañía amorosa, y sentirse confortables
consigo mismas.
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