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La
mujer
El feminismo, como movimiento político, está
fuertemente ligado en sus orígenes históricos
con la pregunta ¿qué
es una mujer? Sobre todo porque milenios de androcentrismo
[1]
se habían dedicado a establecer la esencia de
lo femenino como naturaleza de la
mujer y a extraer, en consecuencia, los roles
asociados a tal condición. Si nos concentramos
en la historia de occidente, el período renacentista
revela mujeres que activan la reacción y la queja
ante tal ejercicio heterodesignativo [2].
O sea, ante la práctica de varones hegemónicos
que en base al espacio legitimado de poder producían
la jerarquía masculino / femenino en consonancia
con la exclusión concreta de las mujeres de los
ámbitos reconocidos como valiosos para la elaboración
cultural y política de la sociedad.
El ideario ilustrado de la modernidad resultó
propicio para transformar las quejas en reivindicaciones
de las que participaron tanto varones como mujeres,
rechazando principalmente la exclusión y secundariamente
la heterodesignación. En principio, las reivindicaciones
feministas del siglo XIX y principios del XX apuntaban
a la inclusión de las mujeres en los espacios
connotados en términos modernos como masculinos
y por lo tanto exclusivos de los varones, tales como
el ejercicio de la política en las instancias
de representados y de representantes; la educación;
el trabajo en igualdad de condiciones (igual salario
por igual trabajo); la autonomía jurídica,
por ejemplo. Sin embargo, la
mujer seguía siendo definida por otros:
algunos varones, los hegemónicos de turno. En
consecuencia, el sólo hecho de la inclusión
no implicaba un cambio en la valoración de lo
femenino ni el cuestionamiento de su contenido.
De allí la paradoja que a mediados del siglo
XX señalara Simone de Beauvoir quien, luego de
contribuir a la desnaturalización de lo
femenino, muestra que las mujeres han logrado
instancias de inclusión pero lo han hecho de
modo secundario; el precio de su inclusión es
quedar en el estatus de segundo
sexo [3].
Las mujeres
Esta paradoja pautará la segunda época de
los feminismos que se concentrarán entonces, particularmente
a partir de la década del 60, en la búsqueda
de una voz desde y para las mujeres. En este período
las tareas específicas ya no privilegian el plano
igualitarista de los derechos sino que incluyen prácticas
de visibilización histórica en distintas
dimensiones (política, académica, artística,
etc.), concienciación (creación de una conciencia
feminista a través de la producción de un
nosotras), recuperación
de un orden simbólico femenino (reconocimiento
de la sororidad o hermandad
entre mujeres), revisión de los criterios de producción
del conocimiento y de la historia. Estas operaciones permitieron
la generación y/o apropiación de conceptos
con especificidad política feminista, como androcentrismo,
patriarcado, sistema sexo/género que permitían
dar cuenta de la situación de las
mujeres en tanto colectivo,
en consonancia con el surgimiento de la conciencia de
un nosotras.
Pero el cuestionamiento a ser representadas por el otro
sexo y la búsqueda de una autorrepresentación
no fueron suficientes para evitar la reiteración
del gesto heterodesignativo al interior de las
mujeres. Es decir, se fue produciendo una hegemonía
en la que las mujeres
quedaron representadas por el subgrupo con características
dominantes: blancas, heterosexuales, de clase media. De
este modo, la lucha contra el androcentrismo terminaba
generando un nuevo centro ocupado ahora por los atributos
de las mujeres hegemónicas. El conflicto ya no
se planteaba simplemente de manera externa, en relación
con los varones, sino
que se abría un frente al interior de las
mujeres, por lo que la tarea principal pasó
a ser la de desarmar toda pretensión centrista.
En consecuencia, también se desandaba la intención
totalitaria que conlleva la fijación de un centro.
De este modo, la nueva tarea feminista se tornó
desconstructiva en pro de hacer lugar a las particularidades
sin homogeneizarlas en ningún universal: negras,
lesbianas, putas, pobres, chicanas, latinas, discapacitadas,
masculinas…
Tanto las producciones androcéntrica como feminista
de “las mujeres” compartían el supuesto
de que tal término denota una identidad común.
Mas como señala Judith Butler: “Si una es
una mujer, desde luego eso no es todo lo que una es; el
concepto no es exhaustivo, no porque una persona con un
género predeterminado trascienda los atributos
específicos de su género, sino porque el
género no siempre se establece de manera coherente
o consistente en contextos históricos distintos,
y porque se interseca con modalidades raciales, de clase,
étnicas, sexuales y regionales de identidades discursivamente
constituidas” [4].
Butler muestra con claridad la construcción discursiva
de las identidades a través de su caracterización
performativa del género como proceso dinámico
que produce el sexo. De este modo, en consonancia con
el desarrollo de Foucault [5],
el estatus natural del sexo es un efecto logrado por las
operaciones de performatividad propias de la estructura
social del género [6].
Estas consideraciones impiden tomar a las
mujeres como un a priori al que se le añadan
otras especificidades. La misma observación fue
apuntada por Monique Wittig con su provocación
de que “las lesbianas no son mujeres” [7].
En consecuencia, a partir de los 90 el feminismo se descentra
de las mujeres al tiempo
que aúna su actividad política a la de grupos
de militancia queer [8].
Artificios naturales
Los descentramientos feministas respecto de las
mujeres no sólo resultan necesarios por
las complejidades mencionadas sino porque, además,
las contemporáneas sociedades de control flexibilizan
la generación de identidades, especialmente en
la producción de géneros, haciéndose
cada vez más difícil evidenciar las naturalizaciones.
En función de visibilizarlas, Beatriz Preciado
vincula las operaciones performativas analizadas por Butler
con la caracterización de un dispositivo de género
regulado por una episteme post-Money-ísta que rige
nuestros diseños corporales desde la década
del 50 del siglo pasado [9].
El dispositivo de género surge a mediados del siglo
XX, especialmente a raíz de las nuevas formas corporales
que crean las prácticas médicas en el tratamiento
de intersexualidad iniciadas por John Money. A su surgimiento
contribuyen también las prácticas médicas
sobre transexualidad y el desarrollo de prótesis
durante la guerra fría. En ese contexto, las diversas
innovaciones tecnocientíficas generaron dos paradigmas
diferentes de producción del sexo, según
se trate de la asignación
por nacimiento o de la
reasignación por transexualidad [10].
Ambos modelos, al explicitar la construcción del
sexo, parecerían ser la contracara artificial
de un supuesto procedimiento natural:
la mirada sobre la criatura recién llegada al mundo
que permitiría enunciar es
niña o es niño. Sin embargo, el análisis
de Beatriz Preciado permite constatar que los casos considerados
en primera instancia artificiales,
simplemente se encargan de develarnos el efecto prostético
de la asignación de
sexo en cualquier momento que se produzca. Es decir,
ellos sólo “se convierten en los escenarios
visibles del trabajo de la tecnología heterosexual:
hacen manifiesta la construcción tecnológica
y teatral de la verdad natural de los sexos” [11].
En consecuencia, de las operaciones de asignación
de sexo surgimos las bio-mujeres; mientras que de las
de reasignación, las tecno-mujeres. ¿Implicaría
esto que unas somos verdaderas y las otras no? De ningún
modo, ya que tal distinción carece de sentido,
pero el artificio que las produce refuerza la ficción
de naturalidad con la diferencia entre bio y tecno. En
este sentido, las operaciones del dispositivo de género
no son sólo performativas, sino también
prostéticas [12].
Al efecto de naturalización contribuye también
un régimen de poder fármaco, que regula
la distribución y el consumo de sustancias mediante
las categorías de legales o ilegales, genéticamente
manipuladas o naturistas, benéficas o nocivas…
Un caso especial respecto de la producción de géneros
lo constituye la categorización de hormonas sexuales
con la correspondiente distinción entre masculinas
(testosterona) y femeninas (estrógenos y progesterona):
“Primero el estrógeno y la progesterona,
después la testosterona, pasan de ser moléculas
a ser medicamentos, de ser cadenas carbonadas silenciosas
a ser entidades políticas que pueden legalmente
introducirse en un cuerpo humano de forma intencional
y deliberada, realidades sujetas a protocolos apoyados
por un conjunto de instituciones, convertidos en lenguaje,
en imagen, en producto, en capital, en deseo colectivo”
[13].
La producción ideológica de hormonas sexuales
impacta en la decisión médica de que la
testosterona no resulte adecuada a las bio-mujeres incluso
cuando podría contrarrestar la baja de libido sexual
producida por algunas píldoras anticonceptivas.
En particular, es su relación con la activación
del deseo la que la connota como masculina
ya que su presencia y circulación no es privativa
de los cuerpos de bio-varones. El ideal normativo heterodesignado
de la docilidad femenina regresa a través de un
complicado giro para consagrar el efecto natural del artificio.
Otra estrategia de naturalización genérica,
respecto del efecto mujer,
la marca el hecho de que la creación de la primera
píldora anticonceptiva fuera corregida con la producción
de un segundo modelo en función de que a la eficacia
contraceptiva se le añadiera la de una falsa menstruación
que confirmara la identidad mujer.
En consecuencia, mujer
ya no se identifica con madre
pero sí con determinadas estéticas corporales.
De allí que para la nueva episteme la mujer
barbuda resulte una posibilidad intolerable que
se debe corregir estética y médicamente;
mientras que cuando ser mujer
pasaba por poseer un útero podía tolerarse
la barba femenina si se destinaba el vientre a la procreación.
O sea, una mujer barbuda, si madre, entonces era mujer.
Actualmente, una mujer, aunque madre, si tiene barba,
no es mujer [14].
Pero toda bio-mujer está a un tris de tener barba,
como nos indican los saberes médico-estéticos
sobre nuestros cambios hormonales, la pilosidad en el
rostro es nuestra espada de Damocles, en mayor o menor
medida, con mayor o menor intensidad. De allí que
todas seamos la mujer barbuda: “El cuerpo de las
mujeres, incluso de aquellas que aparecen como normales,
las femeninas, las heterosexuales, las que no son ni frígidas
ni histéricas, ni putas ni ninfómanas, el
cuerpo de las perfectas madres potenciales, está
de todos modos siempre sujeto a vigilancia y a regulación.
Por definición, el cuerpo femenino nunca es completamente
normal fuera de las técnicas que hacen de él
un cuerpo social” [15].
Las complejas producciones de la identidad genérica
hacen difícil las operaciones de desnaturalización,
los desmontajes, las posibilidades de resistencia…
Pero la ductilidad de este nuevo dispositivo, que se mueve
a través de nuestros propios procedimientos de
autoproducción, permite que en el mismo lugar de
la ingesta, de la autoasignación, de la elección
estética, se pueda delinear la innovación,
abrir el punto de fuga del diseño identitario.
Descentramientos
En continuidad crítica con el antecedente foucaultiano
del dispositivo de sexualidad, el dispositivo de género
que caracteriza Beatriz Preciado muestra de modo contundente
la trampa de la identidad
pero también cómo sus propias estrategias
permitirían abrir otros juegos de invención
política. Estas invenciones son posibles si el
posicionamiento mujer no
se presupone ni se fija a priori, sino que se negocia
coyunturalmente en situaciones particulares, negando tanto
una unidad identitaria central como la disolución
completa en la des-identificación.
La posibilidad de que el término mujeres
abarque la multiplicidad identitaria que puebla el ámbito
fáctico se esfuma. Esto no significa que las mujeres
no existamos, sino que las políticas del feminismo
no tendrían por eje tal definición. Como
observara Teresa de Lauretis: “Por la frase el
sujeto del feminismo entiendo una concepción
o una comprensión del sujeto (femenino) no sólo
distinto de la Mujer con mayúscula, la representación
de una esencia inherente a todas las mujeres […]
sino también distinta de las mujeres, de las reales,
seres históricos y sujetos sociales que son definidos
por la tecnología del género y engendradas
realmente por las relaciones sociales. (…) es un
constructo teórico (una manera de conceptualizar,
de comprender, de explicar ciertos procesos,
no las mujeres)” [16].
Esta posición móvil y descentrada resultaría
afín al hecho de que las identidades se cuecen
de modos específicos articulando aspectos que funcionan
a la vez. En este sentido consideramos adecuada la denominación
de “feminismo queer”
para aludir a la apuesta por “atender a cómo
las diferentes opresiones están articuladas, a
cómo el racismo, el clasismo y el heterosexismo
se (re)producen violentamente en nuestra cotidianeidad,
y evitar la salida fácil de fijar a priori
una exclusión primaria” [17].
Estas consideraciones no implican dejar de lado cuestiones
clásicas de los feminismos. Por ejemplo, el reconocimiento
de la prostitución, la penalización del
aborto y la violencia hacia las mujeres, como problemas
sociopolíticos, puede lograrse a través
de nuevas estrategias que complementan la política
moderna. De este modo, a nivel local, la proclama ninguna
mujer nace para puta en la voz de las putas resulta
eficaz para desocultar el carácter prostituyente
del propio Estado. En el mismo sentido, la implementación
de vías de acceso al aborto a pesar de su clandestinidad
(línea telefónica, guía sobre el
uso del misoprostol) impacta en la preservación
de la vida de las mujeres mientras se lucha simultáneamente
por la despenalización.
En consonancia, las estrategias de los feminismos del
siglo XXI no se basan en la definición de una comunidad
de pertenencia: “El feminismo es una práctica
deslocalizadora, por lo mismo no puede ser sólo
localizada en un movimiento, en la identidad. (…)
el feminismo busca la transformación de la política
moderna y no su adecuación. La transformación
implica un punto de fuga, un lugar indeterminado de invención
y transformación, cierta negatividad imposible
de asir en las prácticas ritualizadas y reconocibles
de la política” [18].
Entonces el feminismo, como tarea política, no
resulta exclusivo de, ni para las bio-mujeres, al plantearse
como una interrogación constante al modo político
y cultural existente promoviendo otras formas para la
política y la cultura.
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Notas
y Bibliografía |
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[1]
Perspectiva centrada en la mirada correspondiente
a un arquetipo viril, es decir, heterosexuales,
blancos, de clase media, dominantes, que relegan
al margen como insignificantes otras subjetividades
y otros valores. Es la perspectiva desde la que
se producen los dicursos académicos, la cultura,
la política, etc. y ante la que se define
el feminismo como tarea desarticuladora. Ver Moreno
Sardá, Amparo. El arquetipo
viril protagonista de la historia. Horas
y horas, Barcelona, 1986.
[2] Heterodesignación:
“designación, figura, papel obligatorio
que las mujeres reciben de los hombres en el contexto
patriarcal (de dominación masculina) siendo
necesaria una acción colectiva para superarla
tomando el rol de sujeto que se autodesigna”
en Valcárcel, Amelia. Sexo
y Filosofía. Sobre Mujer y Poder.
Anthropos, Barcelona, 1991. “Pág. 28”.
[3] Ver Beauvoir, Simone
de. El Segundo Sexo. Vol.1y2.
Siglo Veinte, Buenos Aires, 1968.
[4] Butler, Judith. El
género en disputa. Paidós,
Barcelona, 2001. “Pág. 35”.
[5] Ver su noción
de dispositivo de sexualidad
especialmente en Foucault, Michel. Historia
de la sexualidad. Vol.1. Siglo XXI, México,
1976.
[6] Córdoba García,
David. “Identidad sexual y performatividad”
en Athenea Digital núm.4.
Otoño 2003. UAB, Barcelona. “pág.
89”: “Uno se convierte en lo que es
en la medida en que reconoce en ese ser lo que ya-desde
siempre ha sido, situándolo de esta forma
en un lugar anterior al acto de socialización.
Es en este sentido en el que Butler va a proponer
una lectura del sexo como efecto del proceso de
naturalización de la estructura social del
género. El sujeto es llamado a identificarse
con una determinada identidad sexual y de género
sobre la base de una ilusión de que esa identidad
responde a una interioridad que estuvo allí
antes del acto de socialización. Lo cual
es precisamente uno de los aspectos fundamentales
de la concepción performativa del género.
No hay una esencia detrás de las actuaciones
del género del que estas sean expresiones
o externalizaciones. Al contrario, son las propias
actuaciones (performances) en su repetición
compulsiva las que producen el efecto-ilusión
de una esencia natural”.
[7] Wittig, Monique. El
pensamiento heterosexual. Egales, Madrid,
2006. “Pág. 57”.
[8] El término queer
proviene del inglés estadounidense para referir
lo “raro” o “desviado” en
el ámbito de la sexualidad. Su uso es primeramente
insultante y heterodesignativo, para marcar los
desvíos de la heteronormatividad y los géneros
centrados en varón y
mujer. En los 90, los grupos de militancia
contra dichas normatividades asumen el término
como una identidad autoasignada para reivindicar
las políticas de disidencia. Las agrupaciones
militantes de habla hispana, tanto del norte como
del sur, cuestionan la importación del término.
Pero quienes aceptan su incorporación lo
hacen en base a que el mismo no conlleva marca genérica.
Seguimos a Llamas, Ricardo. Teoría
Torcida. Siglo XXI, Madrid, 2001.
[9] Post-Money-ísta
es una expresión de Beatriz Preciado para
aludir a las consecuencias corporales de los procedimientos
médicos instaurados por John Money (1921-2006).
Este médico neozelandés radicado en
EEUU introdujo el concepto de género a partir
de 1949 para aludir a una dimensión de la
personalidad que podría construirse, en consonancia
con la identidad sexual, durante los primeros 18
meses de vida de una criatura. Consideraba que,
si un niño/a se sometía a cirugía
y se socializaba en un género diferente del
asignado al nacer, podría desarrollarse normalmente
adaptándose al nuevo género. Su hipótesis
dio lugar a las cirugías de asignación
de sexo para determinar la coherencia de
los cuerpos de recién nacida/os que no presentaban
sintonía entre los distintos aspectos de
su identidad sexual y por ende no podían
ser consideradas/os de determinado sexo unívoco
a partir de la dicotomía varón/mujer.
Las pautas de diseño corporal instauradas
por John Money desde mediados del siglo XX se conjugaron
con las hipótesis hormonales (Harry Benjamin)
y la psicología del género
(Robert Stoller) para tratar la intersexualidad
y la transexualidad. El concepto género
en estas perspectivas tiene un funcionamiento diferente
al de las perspectivas feministas que predominaron
hasta la década del 90. Ver Preciado, Beatriz.
Testo Yonqui. Espasa-Calpe, Madrid, 2008.
[10] En particular, la
administración de hormonas sexuales
y la realización de cirugías por parte
del orden médico constituyen procedimientos
legítimos en las instancias de asignación
y de reasignación de sexo.
[11] Preciado, Beatriz.
Manifiesto contra-sexual. Ópera
Prima, Madrid, 2002. “Pág. 104”.
[12] Ibíd. “Pág.
105”: “El nombre propio y su carácter
de moneda de cambio, harán efectiva la reiteración
constante de esta interpelación performativa.
Pero el proceso no se detiene ahí. Sus efectos
delimitan los órganos y sus funciones, su
utilización normal o
perversa. La interpelación no es solo
performativa. Sus efectos son prostéticos:
hace cuerpos”.
[13] Preciado, Beatriz.
Testo Yonqui. Espasa-Calpe,
Madrid, 2008. “Pág.125”.
[14] Ver Ibíd.
Capítulo 12.
[15] Ibíd.
“Pág. 147”.
[16] Resaltado en el original:
Lauretis, Teresa de. “La tecnología
del género” en Mora
Nº2. Noviembre 1996. IIEGE-UBA. Argentina.
“Pág. 16”.
[17] Grupo de Trabajo Queer.
El eje del mal es heterosexual.
Traficantes de sueños, Madrid, 2005.
“Pág. 24”.
[18] Castillo, Alejandra.
El feminismo no es un humanismo. En Por
un feminismo sin mujeres. Territorios sexuales,
Santiago de Chile, 2011. “Pág. 21”.
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