¿Qué
quiere un hombre? ¿Por qué Freud sólo
se pregunta acerca de qué quiere una mujer?
¿Es obvio, se da por sobreentendido lo que
un varón quiere? ¿Es, como dicen las
mujeres, que los hombres siempre quieren lo mismo?
¿Usar lo que tienen con las que no lo tienen?
Para un Psicoanálisis simplificado la mujer
es un misterio y el hombre una obviedad. Tener lo
que hay que tener reduce la problemática de
los varones a temer dejar de tener. Como si lo único
que el hombre quiere, se reconociera en lo único
que el hombre teme. Ya Silvia Bleichmar denunciaba
el achatamiento clínico que reducía
toda angustia masculina a angustia de castración.
Esta simplificada teoría fálica, si
bien no es una falacia sí denota una falencia.
Como si la masculinidad consistiera en una construcción
escultural a partir del pene. Un varón sería
todo lo que hay rodeando y sosteniendo un pene. Si
en la ecografía de un embarazo se vislumbra
un pene, ya es varón. Aunque ese cuerpo todavía
no esté formado. Se es varón antes que
humano.
Varón deriva del latín vir: viga. El
varón, para los romanos, era la viga que sostiene
la casa. Se denomina viga a un elemento constructivo
lineal que trabaja principalmente a flexión.
La teoría de las vigas es una parte de la resistencia
de materiales: la que permite el cálculo de
esfuerzos y deformaciones en vigas que son definidas
como sólidos deformables.
Un varón entonces es un sólido deformable
que se tuerce lo necesario para ser sostén,
una viga sostenedora a base de su flexión.
Que resiste, que se fatiga, pero que se la banca.
La característica de inflexible no es la que
le conviene a un varón, sino todo lo contrario.
Un varón flexible se tuerce pero no se rompe,
un inflexible se rompe fácilmente, no resiste,
su materia se fatiga en seguida. Un hombre inflexible
sufre de priapismo moral. Debe estar todo el tiempo
vigorosamente erecto, sin aflojar en ningún
momento. Sin decaer. Un duro. Un duro que dura. Dureza
y duración.
Sostener como viga una casa habla también
de una función económica que adquirió
valor fálico. Un hombre es el que debe sostener
a su familia con su trabajo, con el sudor de su viril
frente. Por eso la desocupación le agrega al
drama económico una angustia adicional. Falla
como viga, falla como varón. Cuando una mujer
pierde el trabajo, sólo pierde el trabajo.
Un hombre pierde mucho más. Algo de su condición
de hombre se pierde en esa pérdida. Una mujer
no pone en juego su condición de tal con la
desocupación. Mujer se es siempre, hombre se
puede dejar de ser (especialmente con una mujer).
Culturalmente, entonces, un hombre debe fecundar,
proteger y proveer [1].
Deberá poner en juego sangre, sudor y semen
(lágrimas, ya sabemos, sólo cuando se
canta el himno y uno es puma),
palo y a la bolsa.
Sabemos que el concepto “hombre” tiene
una doble oposición: a mujer y también
a niño. Cuando se le dice a un púber
“Ya sos todo un hombre”, no es que deja
atrás el ser mujer sino que deja de ser niño.
A un hombre, entonces, se le prohíbe lo femenino,
pero también lo infantil. El modo más
cruento que la cultura tiene de castrar al hombre
se expresa así: deberás renunciar a
la sensibilidad femeniña.
Para ser todo un hombre deberá dejar de lado
mucho de lo que hace a un hombre. Un hombre deshumanizado.
Cuando la prematura cría humana masculina
(como la femenina) nace, no se puede sostener a sí
misma. No puede ni pararse ni alimentarse. Lo primero
que ese futuro varón hace es llorar y esperar
que lo sostengan. Y su primera viga es su madre. Y
la posta la toma el padre, que también lo guiará
como viga.
Silvia Bleichmar [2]
dice que la masculinidad es recibida pasivamente de
otro hombre: “La identificación masculina
en términos de ejercicio sexual (no sólo
de género) se instituye por la introyección
fantasmática del pene paterno, es decir, por
la incorporación de un objeto privilegiado
que articula al sujeto sometiendo su sexualidad masculina
a un atravesamiento, paradójicamente, femenino”.
Del modo en que uno fue sostenido, sostendrá.
Pero para desplegar esta masculinidad paradójicamente
obtenida, no habrá por qué renunciar
a la viga ajena. Un hombre que pone el hombro, no
deja de ser hombre si busca un hombro.
Las necrológicas de La Nación tienen
un no se qué. Es el diario que mejor anuncia
(y denuncia) la muerte de los muertos. Curiosos, chismosos
y agentes de inteligencia consultan la sección
por diferentes motivos. Hay un tipo de aviso que se
repite con tierna regularidad. El de un grupo de hombres
que se reúne con regularidad (el grupo de cena
de los jueves, el grupo de tenis de los lunes) que
lamenta y llora la muerte de uno de sus integrantes.
Un grupo de amigos varones que deciden exponer en
público su dolor, su sensibilidad y su desamparo.
Esos grupos de amigos varones, como los que Fontanarrosa
eternizó en el Bar “El Cairo” en
Rosario, despliegan un modo de ejercer la masculinidad
sin inhibición, ni síntoma, ni angustia.
Hombro a hombro y hombre a hombre sostienen un lazo
social que aúna lo duro y lo tierno, el amor
y el humor, la discreción y la confidencia.
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