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¿Qué quiere un hombre?
Falacias y falencias de la teoría fálica
Por Eduardo Müller
Psicoanalista
edumul@sinectis.com.ar
 

¿Qué quiere un hombre? ¿Por qué Freud sólo se pregunta acerca de qué quiere una mujer?

¿Es obvio, se da por sobreentendido lo que un varón quiere? ¿Es, como dicen las mujeres, que los hombres siempre quieren lo mismo? ¿Usar lo que tienen con las que no lo tienen?

Para un Psicoanálisis simplificado la mujer es un misterio y el hombre una obviedad. Tener lo que hay que tener reduce la problemática de los varones a temer dejar de tener. Como si lo único que el hombre quiere, se reconociera en lo único que el hombre teme. Ya Silvia Bleichmar denunciaba el achatamiento clínico que reducía toda angustia masculina a angustia de castración. Esta simplificada teoría fálica, si bien no es una falacia sí denota una falencia.
Como si la masculinidad consistiera en una construcción escultural a partir del pene. Un varón sería todo lo que hay rodeando y sosteniendo un pene. Si en la ecografía de un embarazo se vislumbra un pene, ya es varón. Aunque ese cuerpo todavía no esté formado. Se es varón antes que humano.

Varón deriva del latín vir: viga. El varón, para los romanos, era la viga que sostiene la casa. Se denomina viga a un elemento constructivo lineal que trabaja principalmente a flexión. La teoría de las vigas es una parte de la resistencia de materiales: la que permite el cálculo de esfuerzos y deformaciones en vigas que son definidas como sólidos deformables.

Un varón entonces es un sólido deformable que se tuerce lo necesario para ser sostén, una viga sostenedora a base de su flexión. Que resiste, que se fatiga, pero que se la banca.

La característica de inflexible no es la que le conviene a un varón, sino todo lo contrario. Un varón flexible se tuerce pero no se rompe, un inflexible se rompe fácilmente, no resiste, su materia se fatiga en seguida. Un hombre inflexible sufre de priapismo moral. Debe estar todo el tiempo vigorosamente erecto, sin aflojar en ningún momento. Sin decaer. Un duro. Un duro que dura. Dureza y duración.

Sostener como viga una casa habla también de una función económica que adquirió valor fálico. Un hombre es el que debe sostener a su familia con su trabajo, con el sudor de su viril frente. Por eso la desocupación le agrega al drama económico una angustia adicional. Falla como viga, falla como varón. Cuando una mujer pierde el trabajo, sólo pierde el trabajo. Un hombre pierde mucho más. Algo de su condición de hombre se pierde en esa pérdida. Una mujer no pone en juego su condición de tal con la desocupación. Mujer se es siempre, hombre se puede dejar de ser (especialmente con una mujer).

Culturalmente, entonces, un hombre debe fecundar, proteger y proveer [1]. Deberá poner en juego sangre, sudor y semen (lágrimas, ya sabemos, sólo cuando se canta el himno y uno es puma), palo y a la bolsa.

Sabemos que el concepto “hombre” tiene una doble oposición: a mujer y también a niño. Cuando se le dice a un púber “Ya sos todo un hombre”, no es que deja atrás el ser mujer sino que deja de ser niño. A un hombre, entonces, se le prohíbe lo femenino, pero también lo infantil. El modo más cruento que la cultura tiene de castrar al hombre se expresa así: deberás renunciar a la sensibilidad femeniña. Para ser todo un hombre deberá dejar de lado mucho de lo que hace a un hombre. Un hombre deshumanizado.

Cuando la prematura cría humana masculina (como la femenina) nace, no se puede sostener a sí misma. No puede ni pararse ni alimentarse. Lo primero que ese futuro varón hace es llorar y esperar que lo sostengan. Y su primera viga es su madre. Y la posta la toma el padre, que también lo guiará como viga.

Silvia Bleichmar [2] dice que la masculinidad es recibida pasivamente de otro hombre: “La identificación masculina en términos de ejercicio sexual (no sólo de género) se instituye por la introyección fantasmática del pene paterno, es decir, por la incorporación de un objeto privilegiado que articula al sujeto sometiendo su sexualidad masculina a un atravesamiento, paradójicamente, femenino”.

Del modo en que uno fue sostenido, sostendrá. Pero para desplegar esta masculinidad paradójicamente obtenida, no habrá por qué renunciar a la viga ajena. Un hombre que pone el hombro, no deja de ser hombre si busca un hombro.

Las necrológicas de La Nación tienen un no se qué. Es el diario que mejor anuncia (y denuncia) la muerte de los muertos. Curiosos, chismosos y agentes de inteligencia consultan la sección por diferentes motivos. Hay un tipo de aviso que se repite con tierna regularidad. El de un grupo de hombres que se reúne con regularidad (el grupo de cena de los jueves, el grupo de tenis de los lunes) que lamenta y llora la muerte de uno de sus integrantes. Un grupo de amigos varones que deciden exponer en público su dolor, su sensibilidad y su desamparo.

Esos grupos de amigos varones, como los que Fontanarrosa eternizó en el Bar “El Cairo” en Rosario, despliegan un modo de ejercer la masculinidad sin inhibición, ni síntoma, ni angustia. Hombro a hombro y hombre a hombre sostienen un lazo social que aúna lo duro y lo tierno, el amor y el humor, la discreción y la confidencia.

 
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Notas
 

[1] Varones, de Manuel Burin e Irene Meler
[2] Paradojas de la sexualidad masculina, de Silvia Bleichmar

 
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