Los
intelectuales. Personas dedicadas al cultivo de ciencias
y letras. Campesinos, digamos, del saber. Personas
que han alcanzado un conocimiento sobrenatural de
las cosas de la vida. A diferencia de la gente común
y ordinaria, que de la vida sólo entiende que
debe mantenerla viva. Los intelectuales son personas
que escriben y hablan y piensan. Todas las personas
escriben, hablan y piensan. Los intelectuales forman
opinión a través de sus palabras. Todas
las personas forman opinión a través
de sus palabras. Y ahora los intelectuales de profesión
empezaron a reunirse en proclamas políticas,
en una especie de voz unívoca. Que la Carta
Abierta, que esa tal de Proclama 2012, que Horacio
González o la Sarlo. Todos estos intelectuales
padecen un entorpecimiento sustantivo, porque intelectual
es un adjetivo. Es como que alguien dijera: “Nosotros,
los Bonitos que abajo firmamos ....”. Pero a
los intelectuales les gusta adjetivarse. Bien, desde
luego. Eminente intelectual. Ilustre intelectual.
Prestigioso intelectual. Pero el término intelectual,
ya desde su enunciación, no admite una adjetivación
que lo descalifique. Es decir, todo intelectual, por
la sencilla razón de serlo, es una eminencia,
una persona ilustre y prestigiosa. Faltaría
más. Decir, por ejemplo, que Majul es un intelectual,
porque lo es, porque escribe, piensa y habla, nos
mete a todos en un brete. Y a Majul lo eleva al cielo
inmaculado de la sabiduría.
A los intelectuales los ataca una sensación
de bienestar cuando encuentran su nombre en un artículo
que, por caso, refiere las inclinaciones literarias
de los intelectuales. Y si no figuran en esas líneas,
entonces resuelven que el autor del artículo
es un idiota. Los que se llaman a sí mismo
intelectual, me causan cierta sospecha. ¿Tienen
un poder cognoscitivo del alma humana? ¿Cómo
lo alcanzaron? ¿Con tres sobres de gofio? No
aconsejo el gofio después de la sandía
o de la lectura de un libro de Stamateas, otro intelectual.
Intelectual de veras, práctico, directo, y
por sobre todas las cosas corajudo,
es mi querido amigo Carlos, el Rengo, del MTD-Lanús.
Hace tiempo fue a verlo a Manolo Quindimil, el difunto
cacique peronista de Lanús, para decirle que
en el barrio La Fe había chicos que se alimentaban
a fuerza de mate cocido, arroz y pan. “No sé
si usted lo sabe, pero nosotros ya creamos más
de cien comedores populares en Lanús”,
le dijo Quindimil con orgullo. El Rengo lo miró
feo y le dijo: “¡Y a usted le parece bien
eso!”.
Pago por ver a alguno de estos intelectuales de las
cartas semiabiertas o de la proclama 2012 o 1910 respondiéndole
de ese modo a Quindimil, en la cara, en su despachomuseoperonista
de Lanús. Presumo que no debo explicarle a
un intelectual el ánimo y el sentido de la
respuesta del Rengo.
Llegan tarde todos esos intelectuales. Es que hace
muchos años mucha gente que también
escribe, habla y piensa, se puso a buscar caminos.
Pero todos estos intelectuales, de uno y otro lado,
porque nos han enseñado que existe uno y otro
lado, y al que no respete esa regla ¡minga!,
digo, estaba diciendo, que todos estos intelectuales
que ahora se juntan como cabritos de letras en una
carta abierta o proclama, ignoraban a esa otra gente,
mucha, pero mucha, que también piensa, escribe
y habla. Y, por sobre todas las cosas, lucha. Hasta
hay locos intelectuales sin diploma ni doctorado que
dieron la vida.
Cuando matan a uno de esos pobres condenados, las
cartas abiertas explotan y las proclamas saltan, te
llenan páginas de diarios y revistas y te cagan
por completo la casilla de correo electrónico.
Te la llenan de condenas, de solidaridad, de bronca,
de gotas de ojo con pergamino.
Los intelectuales. ¿Una casta? ¿Un
fin en sí mismo? Digo: ¿tan lejos de
la academia está el cordón de la vereda?
¿Tan lejos de la biblioteca está la
calle, su perfume, las calles que caminan personas
que también escriben, piensan y hablan? No
hay cosa mejor que un buen libro. Cuando, claro, uno
no tiene un buen amigo, un buen compañero de
caminata. Los libros y los espacios cerrados y ese
confort de la nebulosa del más allá
son geografías maravillosas. Pero aíslan.
El intelecto queda prisionero del ombligo. El ejercicio
incesante del razonamiento lejos de la intemperie,
de la reflexión lejos del mundanal ruido, atasca,
emboba, convierten al intelectual con diploma en un
decidor de causalidades sobre hechos que no ha vivido,
salvo por tevé, hechos y acontecimientos que
apenas ha conocido por escrito, jamás en vivo
y directo. Hechos por los que nada ha hecho. Cosas
que les ocurren a millones de Otros que a duras penas
conocen. Actúan a la manera de psicoanalistas
de la sociedad que nos quieren convencer de las virtudes
del capitalismo serio. Mientras ellos miran los lomos
de libros en los anaqueles de las librerías,
los otros intelectuales estudian el precio de un paquete
de arroz en un almacén o en un supermercado.
Todos estos intelectuales que se pusieron a crear
bandas de intelectuales, si quieren que alguna vez
los llamemos intelectuales de veras, que salgan al
mundo. Que se desnuden. Queremos verlos en bolas.
Queremos, todos los que nunca jamás seremos
intelectuales y ni por asomo firmaremos esas cartas
de firmar y ya, queremos que todos estos intelectuales,
los de una margen u otra, se saquen de encima esta
cosa de aglutinación o congregación
política y continúen haciendo lo que
hacían antes, y algunos lo hacían muy
bien: pensar, razonar, criticar, aprobar, apoyar o
denunciar y maldecir a las cosas de un gobierno o
de una oposición.
Se juntan porque ahora les da cosa pensar, decir,
escribir, criticar por cuenta propia. Le temen a algo
que podríamos llamar el monstruo del error
solitario. Se juntan, entonces, con el afán
de ser un atado de ramas que nadie podrá partir.
Con ustedes no va esta historia del atado de ramas.
A los unos y los otros es fácil partirlos.
Sin violencia, desde luego. Los acontecimientos, la
postura de ustedes frente a los acontecimientos, los
va a partir al medio con el correr del tiempo. A los
que suponen que hay una revolución en marcha
y a los que suponen que hay una revolución
socialista en marcha que es necesario detener ya y
de cualquier modo.
Estos intelectuales que se llaman a sí mismo
intelectuales. Los de la carta abierta o a medio abrir
o perdida o contracarta o cómo quieran llamarlo.
Todos, los de uno y otro lado, han leído mucho.
Se devoraron bibliotecas. Pero a todos les falta absorber
el humo de la calle. No el humo de los años
sesenta y setenta. El humo de estos días y
el humo de aquel tiempo en el que sabían pronunciar
alguna palabra que a uno lo llevaba a decirse: “¡Pero
mirá vos!”.
Hoy todos apuestan a una cosa fundacional. ¿No
les alcanza con eso de decir algo? Pero algo inteligente.
¿Por qué se metieron en este bolonqui
casi idiomático y dejaron a un lado lo que
hacían antes, es decir, pensar, reflexionar
y decir desde un lugar por completo independiente,
libre, a salvo de todo fanatismo?
Yo los extraño a todos. A la Sarlo, a Feinmman,
a González. Extraño sus palabras de
un par de décadas atrás. ¿Por
qué esta cosificación del pensamiento?
Los está desnucando la foto. Y supongo que
un verdadero intelectual no puede permitir que te
mate la foto. Ese asunto de aparecer. El buen intelectual
es un tipo anónimo. Crea conflictos de pensamiento
pero sin nombre propio. Hay que volver al cuentapropismo
del pensamiento. De pronto los tipos van a la tele,
tienen una columna en algún diario, en alguna
revista, y caen en la cuenta de que tienen todo eso
porque son brillantes. No, señor. Lo tienen
porque saben a qué atenerse; saben qué
pueden decir y qué no. No porque alguien se
los indique. Porque los acorrala un límite.
Un límite, una línea de puntos. Un círculo
de palabras raras que no tiene sustento en la charla
de esquina. Palabras de intelectuales que discurren
al margen de millones de orejas.
“Palabras como `intelectual´ y `latinoamericano´
me hacen levantar instintivamente la guardia, y si
además aparecen juntas me suenan en seguida
a disertación del tipo de las que terminan
casi siempre encuadernadas (iba a decir enterradas)
en pasta española [1]”.
De Julio Cortázar a Roberto Fernández
Retamar, carta fechada el 10 de mayo de 1967.
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