Lo efímero no es lo opuesto a lo eterno.
Lo opuesto a
lo eterno es lo olvidado…..
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J.B. |
Casi todos los actos de tocar o rozar
presentes en la pintura de Caravaggio tienen una carga
sexual. Incluso cuando las sustancias que entran en
contacto son diferentes (pelaje y piel, harapos y
cabellos, metal y sangre), ese pasa a ser un rozamiento
deliberado. En su Cupido, una pluma de una de las
alas roza la parte superior del muslo del muchacho
con la precisión de un amante. El que el muchacho
pueda controlar su reacción, el que no se digne
inmutarse, forma parte del deliberado carácter
evasivo de Caravaggio, de su manera de medio burlarse
medio reconocer sus prácticas como seductor.
Pienso en Cavafis, el maravilloso poeta griego:
Nos amamos durante un mes.
Después él se marchó, creo que
a Smirna
a trabajar allí, y no volvimos a vernos.
Los ojos tristes, si aún vive,
se habrán afeado.
Marchito estará aquel bello rostro.
Consérvalos, oh, Memoria, como
eran.
Y alguna vez aquel amor,
y aquella noche devuélveme.
Hay una expresión facial peculiar
que, pintada, sólo se da en las obras de Caravaggio.
Es la expresión del rostro de la Judit
de Judit y Holofernes, de la cara del muchacho
en el Muchacho mordido
por un lagarto, de la de Narciso cuando se
mira en el agua, de la de David mientras sostiene
en alto, agarrada por la cabellera, la cabeza del
gigante Goliat. Es una expresión de cerrada
concentración y apertura, de fuerza y vulnerabilidad,
de severidad y compasión.
Sin embargo, estas palabras son demasiado éticas.
He visto una expresión bastante parecida en
algunos animales, antes de aparearse y antes de matar.
Sería absurdo pensar en ello
en términos sado-masoquistas. Es algo mucho
más profundo que cualquier predilección
personal. El hecho de que esta expresión vacile
se debe a que tal dicotomía es inherente a
la propia experiencia sexual. La sexualidad es el
resultado de la destrucción de una unidad original,
es el resultado de una separación. Y en este
mundo, tal y como están las cosas, la sexualidad
asegura, como ninguna otra cosa puede hacerlo, una
unión momentánea. Toca el amor y se
opone a la crueldad original.
Las caras de Caravaggio están
iluminadas por ese conocimiento, profundo como una
herida. Son las caras de los caídos: se ofrecen
al deseo con una veracidad cuya existencia sólo
los caídos conocen.
Perderse en el objeto de deseo. ¿Cómo
lo expresaba Caravaggio en los cuerpos que pintaba?
Dos muchachos medio desnudos o desnudos. Aunque todavía
son jóvenes, sus cuerpos llevan la marca del
uso y la experiencia. Unas manos sucias. Un muslo
demasiado grueso. Unos pies estropeados. Un torso
(en él el pezón como un ojo) que nació
y creció, que suda y jadea, que da vueltas
en la noche sin sueño: nunca un torso esculpido
a partir de un ideal. Al no ser inocentes, sus cuerpos
contienen experiencia.
Y esto significa que su sensibilidad
puede hacerse palpable; hay todo un universo al otro
lado de su piel. La carne del cuerpo deseado no es
un destino soñado, sino un punto de partida
inmediato. Su misma aparición apunta hacia
lo implícito,
en el sentido más desusado y carnal de esa
palabra. Caravaggio, al pintarlos, soñaba con
sus profundidades.
Como era de esperar, en el arte de
Caravaggio no aparece la propiedad. Unas cuantas herramientas
y recipientes, sillas, una mesa. Y así, todo
lo que rodea a las figuras carece de interés.
La luz de un cuerpo que brilla en la oscuridad de
un interior. Al igual que el mundo exterior a la ventana,
el ambiente queda olvidado. El cuerpo deseado revelándose
en la oscuridad, una oscuridad que no tiene nada que
ver con la hora del día o de la noche, sino
con la vida, tal como es en este planeta; el cuerpo
deseado, resplandeciente como una aparición,
apunta más allá, no como un gesto provocativo,
sino con el hecho sincero de su propia sensibilidad,
prometiendo el universo que se extiende al otro lado
de su piel, invitándote a partir. En el rostro
deseado, una expresión que va más allá,
mucho más allá, que una invitación;
porque es el reconocimiento de uno mismo, de la crueldad
del mundo y de su único cobijo, su único
don: dormir juntos. Aquí. Ahora.
[1]
Del libro Páginas de
la herida. Visor Libros. Madrid, 2003. Traducción:
Pilar Vázquez.
John Berger
(Londres 1926) se formó como pintor en la Central
School of Arts. Además de ser un gran escritor
–con G.
obtuvo en 1972 el prestigioso Premio Broker -, es
un importante poeta y uno de los pensadores más
influyentes de los últimos cincuenta años.
Autor de novelas, ensayos, obras de teatro, películas,
poemas, colaboraciones fotográficas y performances,
ninguna manifestación artística ha escapado
a su talento. Sus ensayos y artículos cambiaron
la manera de entender las Bellas Artes, y su compromiso
con el campesinado en su trilogía De
sus fatigas, compuesta
por Puerca tierra,
Una vez en Europa y Lila y Flag,
son un modelo de narrativa y lucidez. Entre sus libros
publicados son de destacar: Hacia
la boda, Un pintor de hoy, Aquí nos vemos,
Fotocopias, King, Un hombre afortunado, El tamaño
de una bolsa, Modos de ver, De A para X
(una historia en
cartas), y su ya clásico
Mirar.
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