En términos
pulsionales poder amar, nos dice Piera Aulagnier (1979),
-refiriéndose al amor logrado/maduro-, exige
una catectización privilegiada del Yo del otro,
este sentido de “exigencia” marca un trabajo
que no se pude dar por sentado desde los principios
de la genitalidad sino que el amor en sí necesita
un recorrido para plasmarse desde la ilusión
de fusión como marca inicial de la vida, hasta
la adquisición del sentido de alteridad, tan
difícil como esquivo. Es necesario subrayar que
este pasaje es harto problemático y, a veces,
imposible. Amar exige el reconocimiento de otro diferente,
nunca del todo accesible ni cognoscible por lo cual
la felicidad es sólo
un estado de moratoria fugaz, de olvido relativo y breve
de la diferencia, de la que el inconsciente no sabe
nada de nada. En la madurez, el sentido de alteridad
y de extrañeza radical del otro, de ajenidad
del otro, es más tolerado aunque nunca se alcanza
definitivamente –es la roca viva como diría
Joice Mc. Dougall-, y cuando se alcanza es un sentido
que se instala y se desinstala permanentemente, durante
toda la vida. Es que la noción
de un “otro” como objeto separado de uno
mismo nace de la frustración y… la abolición
de las diferencias es la condición misma de la
felicidad (Joyce Mc Dougall, 1998).
Si nos remontamos a los inicios de la vida humana sabemos
que la dependencia es absoluta, se establece una fusión
primordial con el objeto materno que deja la marca de
un estado de completud que no puede ser olvidado en
la medida que no alcanza el estatuto de recuerdo. Compone
un resto vivencial siempre actuante o siempre viviente
que opera con carácter de brújula en el
orden del deseo, esto es la tendencia a la búsqueda
del encuentro con la vivencia primordial en la medida
en que el placer experimentado instala la esperanza
de hallarlo en el futuro. Por ello Freud decía
que encontrar el objeto era en realidad, re-encontrarlo,
no obstante sabemos que no hay mera repetición
sino capacidad de creación de nuevas posibilidades
en cada anudamiento amoroso.
Me he referido anteriormente a la pubertad como activador
pulsional con el consecuente despertar del interés
amoroso, también al carácter de extrañeza
del Yo frente a la metamorfosis que anuncia la genitalización
del cuerpo. En cambio, en la adolescencia se reconoce
la pertenencia de la transformación acontecida
y el enlace amoroso sigue su incesante vaivén
entre ilusión y posibilidad, entre fantasía
y realidad.
En la adolescencia el estado amoroso consolida la salida
del primer amor parental de la infancia, de tal modo
que produce una fisura en la ligadura histórica
con los objetos primordiales de amor [2].
Es por eso que los padres muchas veces se deprimen,
se angustian o rivalizan con los primeros “noviazgos”
de los hijos; los padres entran en un duelo ante el
desprendimiento puesto en evidencia. Más allá
de lo deseable que sea este desprendimiento -en tanto
aleja al adolescente de la posibilidad de asumir una
posición discapacitante para la vida-, tanto
padres como hijos son sensiblemente tocados, ya por
la pena, ya por la culpa.
Digamos que el estado amoroso en la adolescencia es
más bien el de enamoramiento
que el del amor y, a fin de diferenciarlos, podemos
decir que el amor es
simetría en
un enlace en el que cada uno de los miembros de la pareja…
es reconocido por el otro
como fuente de placer privilegiado y también
como detentador de un poder de sufrimiento igualmente
privilegiado (Piera Aulagnier, 1979). Paridad
que no está exenta de ilusión ni de idealización,
que son los componentes propios del ejercicio de toda
seducción. Pero estos componentes no lo degradan
a falsedad, sino que señalan el espacio fantasmático
en que el amor se despliega. No obstante, el amor implica
el establecimiento de un vínculo con otro-diferente-de-mí
con el que se puede proyectar o compartir.
En el enamoramiento, en
cambio, lidera el carácter narcisista del vínculo
en donde el otro como tal queda diluido, cuando
aparece con sus diferencias produce ruptura, fisura,
rasgaduras, bastante insoportables. En la adolescencia,
enamoramiento y dolor están más que nunca
enlazados y es posible ver en la clínica la intensidad
del sufrimiento en los estallidos y descompensaciones
que provocan las rupturas.
El tránsito amoroso de este período guarda
un doble enlace: con las primeras experiencias que constituyeron
las envolturas libidinales del Yo, como lo señala
Laplanche, es decir con el narcisismo y con la tramitación
edípica enlazada a posteriori. Si la triangulación
edípica, que instala la interdicción y
la falta, no se alcanza lo suficiente, la búsqueda
de fusión
con el otro será un anhelo privilegiado. La
fusión no reconoce diferencia y es del
orden de lo pasional, aquello que se rompe sólo
con mucho ruido como peleas violentas, golpes o muerte.
El tránsito por el Edipo en cambio, deja como
saldo la noción de incompletud, lo inacabado,
la falta, la aceptación de lo imposible y desde
allí un hueco destinado a otro, otro que suplante
el objeto incestuoso, otro habilitado que alivie el
anhelo amoroso. La fantasmática emergente, diferente
a la de fusión,
es la de complementariedad,
que implica ilusión de completud -esto nunca
se pierde como anhelo- y que será la encargada
de tejer la trama novelada del amor: lo
que a mi me falta, el otro me lo da y entonces no me
falta nada… así se cierra un circuito
por el que ingresa narcisismo al Yo. Pero, como dijimos,
esto es una ilusión y -por lo tanto- el puntapié
inicial de malos entendidos, espejismos y frustraciones.
En los inicios entonces, el amor es enamoramiento y
el enamoramiento es un modo de enamorarse del estado
“estar enamorado” más que de otro,
esta es la clave del romanticismo que sostiene el sufrimiento
ligado al estado amoroso (Denis de Rougemont, 1978).
Sufrimiento hecho de desencuentros continuos, de obstáculos
siempre renovados, de todo aquello que las novelas de
la media tarde se han encargado de ejemplificar con
maestría.
Otro aspecto que requiere atención en la actualidad
son las particularidades culturales que han impregnado
los modos de relación y por tanto los modos del
encuentro amoroso, me refiero a pautas constituidas
por excesos de distinta índole, por ejemplo:
el consumo alcohólico (la noche comienza con
“la previa”), la presencia (al alcance de
la mano) de las distintas drogas, impensable años
atrás, el insólito consumo de “Viagra”,
la fugacidad de los contactos como el “touch and
go”, lo impersonal del erotismo como “la
transa” y también –aunque más
temprano en edad- la necesidad de librarse de la virginidad
cual verdadera urgencia que exige un partenaire como
instrumento de ejecución. [3]
Necesitamos ahondar en los interrogantes que abren
estas nuevas modalidades, preguntarnos si acaso no son
múltiples ropajes con los que se afronta la angustia,
el miedo, las inhibiciones, las represiones; también
formas de desmentida que anulan la noción de
riesgo. La sensación que activa el riesgo cuando
no hay soportes adultos, cuando el estado o la ley dejan
de ser garantes sociales del derecho a ser joven es
la de catástrofe para el psiquismo.
La sexualidad humana siempre ha sido esencialmente
traumática pero la orientación del deseo
en un mundo lleno de inseguridades es la tarea más
complicada que enfrenta la juventud. En este atravesamiento
se reactiva uno de los temores capitales del ser humano:
el temor a no ser amado,
que se desplaza desde el escenario histórico
y singular al espacio social y cultural. El enlace con
el otro pierde su noción de pasaje para ser una
caída sin red ante lo cual los actos que se esgrimen
tienen un alto carácter anestésico.
Vale subrayar que lo que conmueve en los inicios de
la genitalidad no es tanto el enigma de la diferencia
sexual anatómica como planteaba Freud –sobre
eso hoy se sabe casi todo-, lo que conmueve es lo enigmático
acerca de la perdurabilidad del amor y por lo tanto
de los vínculos. Lo que conmueve es la noción
de un futuro incierto y en tanto tal, angustiante. Eso,
que produce un exceso, de orden casi traumático,
se tramita también vía exceso. La tensión
se lleva especialmente al campo de la sexualidad porque
es aquello que implica la rueda del tiempo y en la sucesión
de generaciones la sexualidad alude a la muerte y al
recambio generacional. Se desata el despropósito
y el desparpajo como denuncia del desorden establecido
en las condiciones de la cultura posmoderna. Estamos,
como dice Isabel Lucioni (2000), ante
una especie de orgía de desconocimiento del otro,
de ruptura de los acuerdos básicos que sostienen
la diferencia generacional y el grito desgarrado de
la juventud muchas veces está compuesto por transgresiones
bizarras.
El Superyo de hoy da cuenta de la caída de los
contratos sociales constitutivos del sujeto y lejos
queda de la perspectiva freudiana de restricción
y severidad propia de su tiempo. Esta instancia se anuda
a la construcción de ideales y, sobre todo, al
sostenimiento de una ética. Los ideales plasmados
desde el entramado cultural son la matriz necesaria
para la constitución subjetiva. Recordemos que…
Al conjunto de regulaciones
que restringe la libertad pulsional de los individuos,
para sujetarlos a la configuración de un colectivo
social, se lo llama derecho; y su parte fundamental,
lógicamente anterior a todo código escrito,
es la ética. (I. Lucioni, 2000).
Entonces podemos sostener que estas modalidades intersubjetivas
hechas de actuaciones y excesos son, además,
verdaderas construcciones sociales en respuesta a la
general claudicación del Superyo cultural, (en
esta etapa de capitalismo global y cibernético).
Las modas, las usanzas, son conjuros frente al miedo
porque crecer no siempre conlleva una promesa de bienestar,
más bien se presenta como una amenaza de pérdida
de los reaseguros que tanto ha costado construir.
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