Citizen
Kane (cuyo nombre en la República Argentina
es El Ciudadano) tiene
por lo menos dos argumentos.
El primero, de una imbecilidad casi banal, quiere sobornar
el aplauso de los muy distraídos. Es formulable
así: Un vano millonario acumula estatuas, huertos,
palacios, piletas de natación, diamantes, vehículos,
bibliotecas, hombres y mujeres; a semejanza de un coleccionista
anterior (cuyas observaciones es tradicional atribuir
al Espíritu Santo) descubre que esas misceláneas
y plétoras son vanidad de vanidades y todo vanidad;
en el instante de la muerte, anhela un solo objeto del
universo ¡un trineo debidamente pobre con el que
su niñez ha jugado!
El segundo es muy superior. Une al recuerdo de Koheleth
el de otro nihilista: Franz Kafka. El tema (a la vez
metafísico y policial, a la vez psicológico
y alegórico) es la investigación del alma
secreta de un hombre, a través de las obras que
ha construido, de las palabras que ha pronunciado, de
los muchos destinos que ha roto. El procedimiento es
el de Joseph Conrad en Chance
(l9l4) y el del hermoso film The power and the glory:
la rapsodia de escenas heterogéneas, sin orden
cronológico.
Abrumadoramente, infinitamente, Orson Welles exhibe
fragmentos de la vida del hombre Charles Foster Kane
y nos invita a combinarlos y a reconstruirlo. Las formas
de la multiplicidad, de la inconexión, abundan
en el film: las primeras escenas registran los tesoros
acumulados por Foster Kane; en una de las últimas,
una pobre mujer lujosa y doliente juega en el suelo
de un palacio que es también un museo, con un
rompecabezas enorme. Al final comprendemos que los fragmentos
no están regidos por una secreta unidad: el aborrecido
Charles Foster Kane es un simulacro, un caos de apariencias.
(Corolario posible, ya previsto por David Hume, por
-- Ernst Mach y por nuestro Macedonio Fernández:
ningún hombre sabe quién es, ningún
hombre es alguien). En uno de los cuentos de Chesterton
- The head of Caesar, creo - el héroe observa
que nada es tan aterrador como un laberinto sin centro.
Este film es exactamente ese laberinto.
Todos sabemos que una fiesta, un palacio, una gran empresa,
un almuerzo de escritores o periodistas, un ambiente
cordial de franca y espontánea camaradería,
son esencialmente horrorosos; Citizen Kane es el primer
film que los muestra con alguna conciencia de esa verdad.
La ejecución es digna, en general, del vasto
argumento. Hay fotografías de admirable profundidad,
fotografías cuyos últimos planos (como
en las telas de los prerrafaelistas) no son menos precisos
y puntuales que los primeros.
Me atrevo a sospechar, sin embargo, que
Citizen Kane perdurará como "perduran"
ciertos films de Griffith o de Pudovkin, cuyo valor
histórico nadie niega, pero que nadie se resigna
a rever. Adolece de gigantismo, de pedantería,
de tedio. No es inteligente, es genial: en el sentido
más nocturno y más alemán de esta
palabra.
(SUR, Nº 83, agosto l94l)
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