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La catarsis es un concepto que fue clave en los comienzos del psicoanálisis, pero no fue privativo de éste en la historia. Para Aristóteles equivalía a la “purificación”, ya que destaca a la tragedia como género literario y lo considera superior a la épica. En la “Poética”, señala que los sentimientos que son actuados en una tragedia poseen un poder superior al de una narración, ya que las emociones profundas actuadas y movilizadas en la obra son producidas también en los espectadores, facilitando en éstos una “purificación” de esos estados. Podemos hablar aquí de una suerte de identificación, ya que el espectador revive (o vive) sentimientos, ayudado por lo que se muestra en la obra y esto lo purifica (en principio lo pone en contacto emocional consigo mismo).

Para el psicoanálisis, la catarsis en sus comienzos también tenía un valor purificador; cabría pensar si esta dimensión aún está presente, aunque sepamos que la catarsis no es suficiente en un análisis para producir cambio psíquico. No es suficiente, pero ¿es necesaria? ¿Es inevitable?

Estamos ante un concepto que ha sido un poco rebajado: parece un acto en bruto, que no contiene pensamiento, que no conlleva elaboración y que es la descarga afectiva pura. Me permito pensar que en lo anterior hay varios niveles superpuestos. La catarsis es descarga afectiva, y no elaboración, pero ¿es una forma del afecto, y posteriormente, un modo de pensamiento? ¿El vivir o revivir en catarsis no produce algún tipo de progreso psíquico? Entiendo que esa simplificación de la catarsis como algo en bruto, contiene una visión iluminista o racionalista: catarsis sería así un grado menor de la experiencia, dando por hecho que el pensamiento racional es el punto máximo de llegada idealizado.

En la historia del psicoanálisis catarsis está ligado a abreacción: para Laplanche y Pontalis en su diccionario, abreacción (el término catarsis no está en la lista del vocabulario, sólo es citado en la definición de otros términos) implica “el mecanismo normal que permite al individuo reaccionar frente a un acontecimiento y evitar que éste conserve un quantum de afecto demasiado importante. Con todo, para que esta reacción posea un efecto catártico, es preciso que sea ‘adecuada’. La abreacción puede ser espontánea, es decir seguir al acontecimiento (...) o secundaria, provocada por la psicoterapia catártica, que permite al enfermo recordar y objetivar verbalmente el acontecimiento traumático y liberarlo así del quantum de afecto que lo convertía en patógeno”.

Es decir, esta derivación del afecto por abreacción sin dudas produce efectos; incluso Freud considera que esta no es la única forma de abreaccionar: otra puede llevar a seguir encadenamientos y por lo tanto a una verdadera rememoración o reconstrucción psíquica que se parece a lo que luego conoceremos por elaboración. Así también, es tan valorable la abreacción porque tiene consecuencias patógenas el no poder realizarla. La etapa en que Freud llevaba adelante el método catártico tiene un gran acento puesto en la abreacción, en la descarga emocional: la “chimney sweeping” (limpieza de la chimenea) o “talking cure” (cura por el habla).

Además de rescatar este concepto de manera histórica me interesa destacar otro plano del mismo: su inherencia a toda experiencia emocional o a todo contacto humano. Podemos decir con Rafael Paz: “aliviarse de los padecimientos compartiéndolos con otro constituye una experiencia humana que atraviesa tiempos y culturas”, siendo así este método una forma de tomar este movimiento espontáneo humano para convertirlo en herramienta. Para Paz, siguiendo con la línea que estamos proponiendo, la catarsis no sólo tiene un valor investigativo histórico, sino que además de experiencia narrativa humana fundamental, significa un momento que atraviesa todo análisis, necesario para que éste “advenga a la calidad de proceso”. Entonces volviendo al comienzo: es inevitable (por humano), y es necesario (analíticamente).

La minimización o desvalorización de este concepto, o también de este fenómeno, implica considerarlo un estado menor de lo mental. Se pierde así tener en cuenta la potencialidad que posee la catarsis como experiencia emocional humana, y como herramienta. Pero además se soslaya su presencia: si está en cualquier contacto humano espontáneo donde se den ciertas condiciones – por ejemplo una escucha más o menos desinteresada, un reconocimiento del otro, como sucede cuando en la calle la mirada a los ojos de un desconocido que nos habla puede desencadenar por sí misma la palabra o el hablar con efectos catárticos - mucho más es su potencial cuando las condiciones son cuidadas y pensadas, y el continente artificialmente creado (setting analítico, encuadre) se dispone a alojar efectos y afectos. Todo un mar de emociones que son puestas en juego y que muchas veces excede lo posible de prever, ser pensado o contenido: lo puesto en movimiento es mayor que lo que el encuadre o condiciones creadas son capaces de contener en su totalidad. Pero aún así nos pone frente a momentos privilegiados de la experiencia humana.

En este sentido, el psicoanalista argentino citado, Paz, entiende que la desvalorización de la catarsis tiene dos vertientes sociohistóricas, que la colocan como “generadora de una subjetivización débil por su descompromiso hedonista: lamentarse por el mundo y el propio sin penetrar en los porqués lúcida y prácticamente”. Acotemos que estas dos vertientes son Brecht (consideraba a la catarsis como una “ilusión balsámica”, que impedía el pensar y sólo hacía sentir, como un efecto narcotizante) y Adorno (quien creía que la industria cultural y sus creaciones producen un adormecimiento de la conciencia o el pensar y asemeja esto a la catarsis).

Este rescate de la catarsis de sus implicaciones desvalorizantes, no implica que la consideremos, como decíamos, suficiente para un proceso analítico: sí rescatándola e incluyendo sus potencialidades ese proceso puede verse nutrido, y todas las fuerzas convocadas en la transferencia, utilizadas.

Me parece importante realizar esta distinción, porque observo que a veces sobre este eje se produce una valorización o desvalorización de ciertos procesos psicoterapéuticos o psicoanalíticos, cristalizado en ciertas fórmulas espontáneas y no siempre suficientemente revisadas: que mayor catarsis parece menor elaboración; que el paciente más ilustrado (o con más “cultura psi”) parece el más capaz de realizar procesos analíticos; en definitiva que “abreaccionar no es pensar” (lo cual es cierto, no es lo mismo), pero por lo tanto – según estas fórmulas - habría que evitar “efectos indeseados” o de menor valor, como la sugestión, la abreacción y la catarsis.

Según lo que planteamos, sin confundir ambos niveles (nivel catártico con nivel elaborativo), y teniendo claro que la catarsis no sustituye a otras herramientas (como la interpretación), el incorporar o englobar un nivel en otro, o tenerlo en cuenta como momentos de un proceso, puede enriquecerlo.

Continúa Paz (en “Cuestiones disputadas en la clínica y la teoría psicoanalíticas”, de 2008): “la catarsis facilita no sólo la descarga de un chorro confesional sino el explayarse de la confluencia fantasmática, pulsional y superyoica que los síntomas anudan. Lo cual es fundamental, pues la vida exige compresiones adaptativas muy grandes, y uno de los resultados de las defensas secundarias es su inscripción en sentidos coagulados que flotan en el medio cultural e inscriben lo de cada uno en apetencias y formas discursivas comunes. Es por eso que toda manifestación catártica suele tener un costado trivial, que corresponde al polo de menor singularización en la manifestación del dolor, la angustia, la tristeza, o los miedos, al ser capturados en formas culturales adocenadas. (...) Si nos limitamos a facilitar la exposición de sentimientos y al eslabonamiento de redes espontáneas de sentido, la experiencia del inconsciente se aleja, tendiendo a tomar los caminos prefijados por la inercia resistencial. Pero si la amputamos generamos disociaciones importantes o manifestaciones comprimidas o racionalizantes, más aún, cuando los tiempos no son propicios para la escucha continente y el compromiso activo con las manifestaciones del otro. El supuesto fuerte es que no remite a un decir que luego se impregna y trasunta, sino a un decir pasional o a una pasión dicente que, naturalmente, requiere luego ser elaborada en transferencia”.

Esto último pone en consideración la dimensión que señalábamos: el decir pasional, la experiencia emocional como dimensión a incorporar y no a suprimir o disociar, cuestión que tendría efectos que traban el proceso. Y además, entiendo que aplanaría la experiencia analítica al colocarla sólo en un plano de “diálogo racional” que niega o elude las dimensiones gigantescas que nuestro método pone en juego. Realidad racional (o material) y realidad psíquica nuevamente puestas en cuestión: la importancia que el psicoanálisis da a la realidad psíquica parece oscurecida cuando la racionalización es el norte y obtenemos un producto diluido. Por otro lado, los procesos que se desencadenan cuando un consultante sin ninguna “cultura psi” acude a nosotros (en dispositivos como el de la atención estatal del hospital público o el de las obras sociales no privadas como las sindicales), dan muestra de que lo humano necesita para desplegarse en los máximos niveles de subjetividad, de un espíritu de escucha, de disposición a alojar cualquier turbulencia o rareza de las manifestaciones psíquicas humanas, sin prejuicios teóricos, ideológicos o simplemente resistenciales. A veces esos procesos nos sorprenden: aquel paciente por el que “no dábamos dos pesos”, o que no “tiene tela” (como se decía hace algunos años), equiparando la potencialidad humana sólo al modelo de las neurosis clásicas o al conocimiento previo del método por parte del paciente; aquellos pacientes, reitero, nos demuestran el valor y la escasez del contacto emocional profundo, desplegado, contenido, y luego pensado. Por lo tanto, el valor de la subjetividad desplegada.

 
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