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Determinismo
biológico del siglo XX: la sociobiología
y la neuroendocrinología
E n el siglo XX van a tener lugar tres disciplinas que
plantean tesis deterministas acerca de las diferencias
entre los sexos. Estas disciplinas son la sociobiología,
la neurología y la endocrinología que
sostienen que las diferencias cognitivas y sociales
entre varones y mujeres se deben a diferencias biológicas
de tres tipos: diferencias en los genes, diferencias
a nivel de la estructura cerebral y diferencias a nivel
hormonal respectivamente.
La sociobiología
construye su edificio argumentativo en base a la teoría
de la selección natural. Entiende que las conductas,
características, relaciones sociales y formas
de organización social están determinadas
de manera biológica, genética y evolutiva,
y que a su vez responden a un proceso adaptativo para
la supervivencia. En el marco de esta tesis, dos estudios
recientes llevados a cabo por las universidades de Yale
y Newcastle [1]
señalan que los estereotipos de género
responden más a una determinación biológica
y evolutiva que a pautas sociales. Estos trabajos plantearon
que en un mercado de fruta y verdura al aire libre,
las mujeres se orientan con más facilidad que
los hombres para localizar los alimentos de mayor valor
nutritivo, mientras que éstos saben moverse mejor
en un espacio abstracto. La explicación que brindan
es que los varones tienen mejor sentido de la orientación
debido a que sus antepasados fueron cazadores, por lo
que desarrollaron la habilidad para orientarse según
marcas invariables, mientras que las mujeres al haber
sido recolectoras aprendieron a reconocer los alimentos
más nutritivos. De esta manera, se entiende que
los hombres detentan naturalmente capacidades viso-espaciales,
que son valoradas para funciones en el ámbito
público, particularmente para la actividad científica,
mientras que las mujeres presentan la habilidad de reconocer
los alimentos más nutritivos, que podría
considerarse útil para el ámbito privado
doméstico, en particular para el rol de madre
y ama de casa, y para cumplir con las funciones de reproducción
y cuidado de la prole.
La sociobiología también considera que
existen rasgos de comportamiento inscritos en los genes,
que son comunes a todos los humanos, independientemente
de las diferencias culturales e históricas, como
por ejemplo, la agresividad masculina y la crianza de
la prole en las mujeres. Tanto la agresividad como la
crianza de la prole son consideradas adaptativas y se
emplean para replicar genes y dejar más descendencia.
Todo esto indica que habría conductas típicas,
naturales y genéticamente determinadas para hombres
y mujeres. Entre las conductas sexuales que la sociobiología
considerada adaptativas –debido a que mediante
ellas se busca extender los genes a las futuras generaciones
–se encuentra la promiscuidad masculina y la fidelidad
sexual femenina. Se argumenta que la conducta promiscua
masculina cumple con la función de maximizar
los genes masculinos, ya que supone fecundar a tantas
mujeres como sea posible. En cambio, las mujeres optan
por la fidelidad para asegurarse un hombre que cuide
de ellas y de la descendencia. Esta noción se
vio plasmada a mediados de los años 70, en la
obra El gen egoísta
de R. Dawkins, donde este autor teórico
evolutivo desarrolla la idea de que el óvulo
es más costoso de producir que los espermatozoides
y esto hace que la hembra deba elegir bien a su pareja,
ya que la reproducción le supone una inversión
mayor que al macho. Como consecuencia, las hembras se
vuelven más exigentes, mientras que los machos
más promiscuos. De esta manera, la promiscuidad
en los hombres no sería una elección sino
una imposición natural, mientras que la fidelidad
constituiría en ellos una práctica antinatural.
Por el contrario, una vida promiscua en las mujeres
significaría una perversión, un atentado
contra la naturaleza, ya que éstas están
determinadas genéticamente para ser parejas fieles.
Por otra parte, puede verse que este planteo también
encierra la noción de una heterosexualidad natural
y normativa, donde las prácticas sexuales están
determinadas hacia fines reproductivos.
Si bien la sociobiología a medida que fue desarrollándose
fue abandonando ciertas concepciones, aún puede
encontrarse en publicaciones recientes esta tesis del
varón como naturalmente promiscuo y la mujer
como selectiva.
En el siglo XX el desarrollo de la bioquímica
y la endocrinología dieron nacimiento a una nueva
disciplina: la neuroendocrinología,
la cual estudia entre otras cosas los efectos organizativos
de las hormonas sexuales sobre el sistema nervioso y
el cerebro, y su relación con la conducta humana.
Un estudio reciente llevado a cabo por la neurobióloga
norteamericana Louann Brizendine [2],
plantea que los cerebros de hombres y mujeres difieren
por naturaleza, y que las hormonas sexuales inciden
en las funciones cerebrales. Considera que la testosterona
es la principal responsable de las características
funcionales que tendrá el cerebro de cada sexo.
Su tesis plantea que hasta las ocho semanas, el cerebro
del feto es unisex, pero cuando en los futuros niños
aparecen los testículos, grandes cantidades de
testosterona invaden los circuitos cerebrales, matando
células en los centros de comunicación
y haciendo crecer otras en los centros sexuales y de
agresión. Por su parte, el cerebro femenino al
no sufrir la influencia de esta hormona, presenta un
mayor desarrollo en los centros de comunicación
y en las áreas que procesan la emoción.
Como consecuencia, los varones manifiestan un carácter
más agresivo, conductas violentas, mayor deseo
sexual y son menos emocionales que las mujeres, quienes
según esta investigadora, detentan una superioridad
cerebral en materia de capacidades comunicacionales,
inteligencia emocional y empatía. La inteligencia
emocional femenina respondería al hecho de que
el hipocampo –que registra los datos emocionales
–es ligeramente más grande que en el hombre.
Asimismo, la superioridad en empatía se debería
a que las mujeres tienen neuronas espejo más
activas y en mayor cantidad. Se considera que las neuronas
espejo se activan cuando una persona observa cómo
otro sujeto ejecuta una acción y que son fundamentales
para comprender lo que sienten los demás y la
intención de sus acciones. En respaldo de su
teoría, introduce el siguiente argumento: “Los
psicólogos evolucionistas creen que esto [la
empatía femenina] se deriva de que, a lo largo
de millones de años, las mujeres hemos aprendido
a interpretar las emociones del bebé que no habla:
nos vemos obligadas a leer los matices emocionales en
la expresión no verbal del recién nacido,
porque es un factor esencial para su supervivencia”.
Desde este punto de vista, la empatía sería
el resultado de la evolución de la mujer en su
rol “natural” de madre y criadora.
Brizendine adhiere a la tesis del determinismo biológico,
ya que considera que las hormonas crean una propensión
para la conducta. Por consiguiente, los varones al estar
dominados por la testosterona presentan conductas violentas,
mientras que la falta de predominio de esta hormona
en las mujeres da lugar a conductas signadas por la
emoción. Para graficar esta cuestión,
expone una anécdota personal sobre el intento
fallido de que su hijo varón jugara con muñecas,
como una forma de impartirle una educación no
sexista: “Lo malo es que les arrancaba las piernas
y las usaba como cuchillos. Los niños necesitan
luchar y ser súper héroes; en cambio,
recuerdo el caso de una niña cuyos padres querían
que jugase con camiones; y, sí, jugaba acunándolos
en sus brazos”. De esta manera se evidencia que
para esta científica, las funciones y los roles
de cada uno se derivan de la naturaleza hormonal, estando
los hombres naturalmente inclinados a actividades riesgosas
y violentas, y las mujeres a actividades maternales.
Reflexiones finales
A partir de las teorías, desarrollos y supuestos
científicos expuestos, se puso en evidencia
cómo las concepciones dominantes de lo masculino
y femenino –ligadas a estereotipos, prejuicios
y valores sexistas y androcéntricos [3]
–pueden filtrarse en los productos científicos,
y en consecuencia, terminan siendo fundamentadas y
reforzadas por estos últimos. A lo largo de
la historia e inclusive en la actualidad, muchas aseveraciones
científicas sobre la naturaleza femenina, guiadas
por intereses sociales y plagadas de juicios de valor,
fueron y son percibidas como conocimiento científico
objetivo y neutral.
Asimismo, el análisis crítico puso de
manifiesto cómo cualquier dato de dimorfismo
es interpretado como confirmación de los supuestos
de partida. De esta manera, el supuesto de la disminución
natural de las capacidades cognitivas, morales o prácticas
de las mujeres se vio confirmado por la presencia
de menstruación, de una menor contextura corporal,
del menor tamaño craneal, de diferencias genéticas
y en la estructura cerebral, etc.
Si bien en el siglo XX ya no se postula explícitamente
la tesis de la inferioridad femenina como en el siglo
anterior, se siguieron buscando justificaciones anatómicas
y fisiológicas para las diferencias intelectuales,
actitudinales y comportamentales que se consideran
propias de hombres y mujeres. De esta manera, en vez
de hablar de “inferioridad física, moral
y práctica femenina” se comenzó
a hablar de “diferencias cognitivas y sociales
entre los sexos”. Sin embargo, el problema no
reside en que se plantee la existencia de diferencias
per se, sino en que se considere la existencia de
diferencias cognitivas y sociales entre varones y
mujeres como determinadas por la biología,
sin tener en cuenta los factores estructurales (sociales,
educacionales, históricos, culturales, etc.)
que inciden en la configuración de éstas.
Asimismo, es importante reconocer que las diferencias
entre los sexos funcionan como desigualdades en el
plano de las relaciones sociales, en la medida en
que configuran roles y funciones que ubican a los
varones en una posición de poder y a las mujeres
de subordinación. Si bien muchas teorías
neurobiológicas sostienen que los varones son
superiores en ciertas habilidades como las mujeres
lo son en otras, esto no da lugar a una situación
de igualdad, pues la superioridad masculina está
sustentada en capacidades que tradicionalmente se
valoran en el ámbito público y sus esferas
(pensamiento abstracto, razonamiento lógico-matemático,
capacidades viso-espaciales, dominación, liderazgo,
independencia etc.), mientras que la femenina descansa
en cualidades que cuentan con gran estima en el ámbito
privado doméstico para los roles de madre y
ama de casa, pero que son negativamente valoradas
en el ámbito público (emocionalidad,
empatía, sensibilidad, etc.).
Por consiguiente, diversas teorías biológicas
y médicas colaboraron a lo largo de la historia
para mantener a las mujeres alejadas de los ámbitos
de poder, brindando una justificación científica
fundamentada en la naturaleza para negarles (ya sea
de manera formal o informal) el acceso y participación
en estos terrenos. Al considerar las habilidades y
cualidades como derivadas de la naturaleza, y al reducir
las funciones y roles sociales a la biología,
estos desarrollos científicos terminan naturalizando
los estereotipos de género y presentándolos
como inmutables e incuestionables, legitimando así
el orden patriarcal y contribuyendo al mantenimiento
de las relaciones de poder entre varones y mujeres.
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Notas y Referencias |
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[1]
“Preferencias cromáticas”, Revista
Muy Interesante, sección Las dos culturas,
edición electrónica. Disponible en: http://www.muyinteresante.es/index.php/las-dos-culturas/13-las-dos-culturas/655-preferencias-cromaticas
[2] “El cerebro de la mujer
es superior en empatía e inteligencia emocional”,
Revista Muy Interesante n° 312, sección
Entrevistas, edición española, mayo 2007.
Disponible en http://www.muyinteresante.es/index.php/entrevistas/19/271-louann-brizendine.
[3] Se entiende por sexismo al
gesto de discriminación y rechazo hacia las mujeres
en razón de su sexo. Por su parte, el androcentrismo
supone la adopción de la mirada masculina –del
varón adulto, blanco, propietario y heterosexual
–como medida de todas las cosas y como visión
universal. |
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Bibliografía |
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y androcentrismo en teorías biológicas
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