Son
las 9:00 de la mañana. Hace cinco días
que Paula se encuentra internada en la sala de terapia
intensiva de un hospital pediátrico. Sufre una
enfermedad congénita irreversible. Sus padres
la visitan dos veces al día, respetando las normas
de la sala. Su rostro inmóvil, pálido.
Imposible no perderse entre los tubos que entran y salen
de su cuerpo. Un respirador le alarga los días,
las horas. El ruido constante y ensordecedor de una
máquina denuncia una alarma, un riesgo para la
vida de Paula, una muerte anunciada. A su alrededor
tanta tecnología inerte, tantos otros niños,
tan pocos sujetos… Su cuerpo ha sido ‘invadido’;
también su subjetividad. No es consciente de
lo que le ocurre; no ha advertido que su vida esta llegando
al final…
Luego de un informe médico desalentador, sus
padres preguntan, “¿Y…por qué
mantenerla con vida? Si ya ni siquiera puede pensar,
sentir… y si lo hiciera, solo percibiría
dolor…si ya no es la misma, si nunca va a serlo…
¿por qué postergar algo que es irreversible?
¿Por qué no llevarla a morir a casa?”
El equipo médico refiere que eso no será
posible porque Paula no esta ‘legalmente muerta’
[1];
aunque su pronóstico inminente sea este, necesitan
la comprobación de un nuevo estudio que los autorice
a desconectarla del respirador, si su familia así
lo decidiera.
Esta es una escena frecuente en el hospital. Quizá
por frecuente resulte natural y hasta cotidiana. En
nuestra sociedad, y desde hace ya varias décadas,
las personas mueren en el hospital, rodeadas de toda
una maquinaria específica preparada para evitar
la muerte o prolongar el fin de la vida. Esto no es
un dato natural, sino social. Nos habla de los modos
que una sociedad se da a sí misma para significar
el morir.
La muerte, como significación social, fue transformándose
a lo largo de la historia, animando sentidos y prácticas
diferentes, construyendo afectos y actitudes específicos
de una época. ¿Cómo decidimos morir
en nuestra sociedad? ¿Qué discursos y
dispositivos creamos para abordar la muerte? Hoy, ética,
mercado y ciencia parecen ser los tres elementos que
se entraman en tal construcción. [2]
Pacientes graves, o para los que la muerte es inminente,
han existido en todos los tiempos. Ahora bien, es recién
a fines de la década del 60 cuando comienza la
instalación generalizada de las salas de terapia
intensiva en los hospitales generales. El objetivo básico
de tal dispositivo, por lo menos en el hospital pediátrico
donde se enmarca mi práctica, es evitar la muerte
o prolongar la vida el mayor tiempo posible. Para ello
se utiliza lo que se ha dado en llamar “soporte
vital”, un conjunto de intervenciones médicas
y técnicas que se administran no solo para retrasar
el momento de la muerte, sino para evitar el dolor.
Hablar de ‘la vida’ en terapia intensiva,
es hablar de aquellas funciones imprescindibles para
sostener la biología del cuerpo, es decir: las
funciones cardiacas y respiratorias. En algunos casos,
lo que se intenta es evitar es la muerte
natural instituida en otros tiempos, produciéndose
cierto desplazamiento hacia lo que se ha dado en llamar
“la muerte en la era tecnológica”
[3].
La vida se reduce entonces a su dimensión biológica,
despojada de todo aquello que la haría específicamente
humana.
En los últimos cincuenta años el campo
de la medicina ha avanzado mucho y sus efectos son aún
hoy inconmensurables. Este fuerte desarrollo se debe,
por un lado, al avance incesante del conocimiento científico
y, por otro, a la complejidad creciente de la tecnología
en el área asistencial. La creación del
respirador artificial y su uso extensivo, la posibilidad
de donar los órganos para salvar otra vida, toda
una maquinaria preparada para reemplazar las funciones
biológicas, introducen un inédito dispositivo
en la estructura hospitalaria, permitiendo el ingreso
de aquellos pacientes críticos en una nueva tecnología
de diagnóstico y tratamiento.
Hoy la tecnociencia opera activamente sobre los modos
de morir. Así, la mayoría de las personas
de nuestra sociedad mueren a solas y en hospitales,
rodeados de toda una aparatología que los acompañará
hasta último momento. Son los equipos hospitalarios
junto con el consentimiento familiar quienes deciden
‘dejar de hacer’ y suspender los cuidados
que hasta entonces se procuraban a un sujeto en terapia
intensiva. Esto no se da sin grandes controversias e
interrogantes, sobre todo en términos éticos.
Esta es una de las razones por las cuales, en la década
del 70, hace su aparición la bioética.
Podría decirse que se trata de un campo, de un
discurso, que viene a trabajar en la tensión
que produce el “encuentro entre lo biológico
y lo valorativo” [4];
entre aquellas significaciones que hoy se anudan a la
vida (calidad, dignidad) y aquellos avances a nivel
de la ciencia que hoy prolongan la biología del
cuerpo hasta extremos impensados. La bioética
pone de manifiesto que no puede culparse al avance tecnológico
de la desmesura en su accionar, e implica totalmente
al médico y su responsabilidad en un uso de la
técnica que intente no ser compulsivo.
La incorporación de la tecnociencia, aplicada
a la medicina, ha modificado también la relación
médico-paciente. En la actualidad son muchos
los médicos que se han transformado en operadores
técnicos que intervienen sobre un objeto inmóvil,
conectado a una decena de cables que bregan por mantenerlo
con vida, despojados ambos (médico y paciente)
de su subjetividad y autonomía.
Estamos en una época en la que tanto la vida
como la muerte han sido medicalizadas, judicializadas
e inscriptas en un proceso de burocratización.
El duelo, por ejemplo, se psicopatologiza en una sociedad
que no acepta la pena o el malestar como afectos a vivenciar.
Basta con echar un ojo al DSM donde la tristeza por
un duelo que dure más de tres meses es calificada
como depresión [5].
Castoriadis refiere que en nuestra época “el
vacío de sentido esta enmascarado por la ‘mistificación
cientificista’ ” [6],
y podemos ver cómo esta mistificación
actualmente crea representaciones, orienta la acción
y construye afectos propios de su mundo de sentido.
Si decimos que la significación del morir es
histórica y social, resulta interesante recorrer
brevemente cómo se moría en otras épocas,
qué elementos permanecen y cuáles cambian
para leer críticamente nuestra actualidad.
Ritos para morir
Philippe Ariès en “Morir en Occidente”,
recorre los cambios en la actitud del hombre occidental
frente a la muerte a lo largo de la historia. A la primera
etapa la llama muerte amaestrada
o domesticada y
considera que se extiende aproximadamente hasta el siglo
XII. Aquí la gente moría advertida. Existía
algo así como una resignación familiar
al destino de la especie: todos vamos a morir. Por esta
razón el moribundo ‘esperaba’ en
su lecho el momento final, dirigía y llevaba
adelante los ritos aceptados y cumplidos por la sociedad
entera. Se trataba de una ceremonia pública
(hasta los niños asistían al ‘espectáculo’)
y de un sentido colectivo
de la muerte. Una cuestión llamativa es que el
dramatismo y las emociones excesivas, ya sea por parte
del moribundo o del público, no tenían
lugar en la ceremonia. La familiaridad con la muerte
era una forma de aceptación del orden de la naturaleza.
Es a partir del siglo XII cuando comienza un nuevo
período pues se agrega a dicha familiaridad un
sentimiento dramático y personal: se introduce
la preocupación por la muerte particular de cada
individuo. Este momento está signado por la importancia
de la muerte propia. El
moribundo se enfrenta a una especie de ‘juicio
final’ donde es expuesto a una gran prueba que
definirá el destino particular de su alma. Se
trata de un momento de evaluación y balance de
su vida en el que el hombre adquiere mayor conciencia
de sí. Vemos un desplazamiento desde la garantía
en el rito colectivo hacia la incertidumbre de una interrogación
personal.
A partir del siglo XVIII, el hombre occidental “exalta
la muerte, la dramatiza, pretende que sea impresionante
y acaparadora. Pero al mismo tiempo no está ya
tan preocupado por su propia muerte: la muerte romántica,
retórica, es ante todo la muerte del otro”
[7]
. Lo que persiste de las etapas anteriores es que el
moribundo se encuentra en el lecho frente a su público
y comanda la ceremonia. Pero en el siglo XIX una “pasión
nueva” se apodera de los asistentes. Hay llantos,
gritos, gesticulaciones. Es decir, se mantienen los
ritos estipulados por la costumbre pero se empapan de
dramatismo. “Los sobrevivientes aceptan con mayor
dificultad que antes la muerte del otro.” [8]
Morir a escondidas
A partir del siglo XX, y con la Primera Guerra Mundial,
se produce un cambio radical en los sentidos que animan
a la muerte como significación social: la gente
muere a escondidas. La muerte se oculta, da vergüenza
y por tanto tiende a ser censurada. “Un tipo absolutamente
nuevo de morir ha aparecido en el curso del siglo XX
en algunas de las zonas más industrializadas
del mundo occidental. La sociedad no tiene pausas: la
desaparición de un individuo no afecta ya a su
continuidad. En la ciudad todo sigue como si nadie muriese”.
Estamos en la época de la muerte prohibida. [9]
No solo se niega la muerte sino que se erradica la posibilidad
de duelar, el tiempo necesario para elaborar una pérdida,
tanto social como singular. Por tanto se disimula
el dolor, se encubren los afectos y se construye una
ficción donde se le oculta la muerte al moribundo
y donde se desdramatizan los ritos con el fin de protegerlo
del inminente fin de su vida: ‘Por lo menos murió
sin darse cuenta’ dicen en el hospital los médicos
y familiares. “El hombre ha sido privado de su
propia muerte” (Ariès).
Por otro lado, hoy en nuestra sociedad “…ya
no se muere en la casa, en medio de los suyos; se muere
en el hospital y a solas.” (Ariès).
Los avances científicos y tecnológicos
convierten al hospital en el sitio en el que se brindan
cuidados que ya no pueden darse en el hogar.
Los sentidos que actualmente en nuestra sociedad animan
la muerte, como significación, quizá deberían
leerse a la luz de cierto empuje de nuestra época
a evitar el malestar, la pena y la angustia producidos
por la mortalidad. “La vida debe ser feliz o al
menos parecerlo”. Vivimos intentando alcanzar
un Ideal de felicidad colectiva e individual, felicidad
que se mide por el éxito y el triunfo económico.
Es por esto que la muerte y el duelo por la pérdida
parecen no tener un lugar prioritario para nuestra sociedad
como lo han tenido en otros momentos históricos.
Nos sobran ejemplos en la TV donde nos informan día
a día miles de muertes que no logramos particularizar;
se amontonan infinidad de cuerpos y casi ningún
sujeto. Podríamos decir que los muertos son expulsados
de la circulación simbólica de nuestra
sociedad. Hoy la muerte se ha transformado en un ritual
mercantilizado; se ha vuelto un objeto de consumo y
beneficios. Hoy morir ya tiene un precio en el mercado.
El viejo concepto de “muerte natural” ha
ido, poco a poco, perdiendo vigencia y ha sido sustituido
por el de “muerte intervenida”. El abandono
progresivo, por parte de la medicina, de su quehacer
clínico colabora para que la técnica avance
desenfrenadamente (sin orientación ni control)
en este campo logrando cada vez más autonomía
en su funcionamiento. Hoy toda patología puede
ser abordada por un medicamento, la muerte puede ser
demorada y hasta evitada con equipos tecnológicos
(sin importar las secuelas que implique) y, en el caso
de que una persona finalmente muera, sus órganos
pueden ser vivificados en otro sujeto.
El hombre contemporáneo recusa y rechaza su
mortalidad en virtud de cierta ilusión de perennidad,
de eternidad. El rechazo de la muerte, como significación,
es equivalente a evitar el encuentro con la castración.
Castoriadis expresa “(…) Es evidente que
la verdad última de la sociedad occidental contemporánea
es la huida desesperada frente a la muerte, la tentativa
de recubrir nuestra mortalidad, que se expresa de mil
maneras, con la supresión del luto, con los “profesionales
de la muerte”, con los entubados y las ramificaciones
interminables de la obstinación terapéutica
(…)”. [10]
Desde el psicoanálisis
Cuando un psicoanalista, en el hospital, decide trabajar
en ámbitos donde la muerte es inminente de inmediato
se suscitan varios interrogantes: ¿Cómo
hacer para no ser tomado por los signos de lo terminal?;
¿Cómo operar aquí desde una lectura
que intente ser analítica?; ¿Cómo
hablar de la muerte? ¿Cómo hablar de aquello
de lo que nada puede decirse? “Cuando lo imposible
de decir se torna insoportable se hace enigma y entonces
estalla y retorna de diferentes maneras” [11].
Los médicos encuentran recetas, las más
de las veces sintomáticas, que les permiten intervenir
sobre la muerte; se encuentran presionados y perseguidos
por una legalidad que burocratiza su función.
Es en este punto que, como analistas, podríamos
operar leyendo e interrogando los cruces entre la subjetividad
y la ética del otro social, entre la subjetividad
y la norma institucional.
Freud refiere que, si bien no existe representación
de la muerte en el inconsciente, sí hay ficciones
particulares que construiríamos cada uno alrededor
de ese agujero, de ese imposible. Ahora bien, en una
época descreída de ficciones que permitan
sostener cierto andamiaje de sentido, nuestra presencia
puede alojar algo de aquello que hace síntoma,
que interroga, no solo en el paciente sino en su familia
y en el equipo asistencial. La ausencia de ritos, que
permiten simbolizar algo de lo imposible, no permite
que la pérdida se inscriba; evitar el duelo,
negar lo irreversible de nuestra mortalidad es en fin
una manera disfrazada de prolongar el dolor.
Si la muerte como significación cotidiana, familiar
y colectiva, ha sido expulsada del tratamiento discursivo
e imaginario de una época, como analistas enmarcados
en la ética del deseo y trabajando en pos de
la recuperación de la subjetividad, nos corresponde
operar sobre los retornos que todo ‘excluido’
conlleva. |