Una
forma de acción inactiva ¿Cuál
es el sentido de la persistencia de las ventanas que
aparecen diseminadas a lo largo de poemas, pinturas
y films diferentes, donde ‘la presencia de la
ausencia’, o ‘la acción inactiva’
problematizadas en dicho motivo, se hace más
que notoria?
Estos ‘motivos visuales’
poseen una entidad suficiente por la cual podemos establecer
un vínculo entre la vanguardia y la tradición
iconográfica, como por ejemplo: entre Figura
asomada a la ventana (1925) de Dalí, y
las silenciosas mujeres de Vermeer; absortas, completas
en sí mismas, autosuficientes y domésticas
frente a las ventanas de sus hogares. Estas ventanas
son como verdaderos ‘paréntesis’,
moratorias de sus tareas cotidianas y, al mismo tiempo,
una extensión de su vida interior (Muchacha
que lee una carta junto a la ventana de 1657
o Mujer con jarra de
1658).
Vínculo que podríamos entablar también,
entre el sintético poema Ventanas
(1897) de Kavafis, y el ‘extensivo’
Tabaquería (1923)
de Pessoa. O entre la indiscreción del óleo
de Edward Hopper, Ventanas
en la noche (1928), y la obsesión voyeurista
del film La ventana indiscreta
(1954) de Hitchcock.
Esta tematización de la mirada, a través
de la ventana, es uno de los rasgos más emblemáticamente
manierista del discurso hitchcockiano. Si en La
ventana indiscreta se trataba de poner en escena
una metáfora espectatorial para reconstruir después
la mirada clásica desde el interior de su propia
ficción: recordemos aquella memorable secuencia,
donde como espectadores a través de la ventana-pantalla
del cine, vemos mirar a
James Stewart desde su ‘ventana indiscreta’,
cómo a su vez es visto
por el asesino desde la ventana del edificio
de enfrente. ¿Juego manierista? ¿Las Meninas-Velázquez
/ La ventana indiscreta-Hitchcock? En Vértigo
(1958) tal reflexión sobre la mirada es
llevada al máximo al ocuparse de la lógica
delirante de las pasiones. La mirada en el cine de Hitchcock,
como en el psicoanálisis, es el objeto de deseo
por excelencia. Si Scottie, como Orfeo o Tristán,
ama más allá de la muerte es porque desea
esa imagen irreal, creada por la ‘ventana de su
mente’. Así, cuando encuentre a Judy, no
será la mujer la causa de su obsesión
sino el fantasma que con ella aspira a representar.
Vértigo=Ventana+Mirada+Pintura.
En efecto, el ideal, lo inalcanzable, lo infinito; es
por ello y sobre todo, el ‘Oscuro
Objeto del Deseo’ (Buñuel), la Imago
Fascinante (Lacan).
La ventana, junto a otros ‘motivos visuales’
(la piedad, las escaleras, los trenes, la lluvia, el
mar, los teléfonos, los espejos, el horizonte,
etc.) en realidad son instantes, escenas o momentos
significativos, que - a través de la permanencia
en el tiempo - constituyen tópicos dentro del
espacio del arte. Y no se limitan a un único
género ni a una determinada estética,
ya que los atraviesan a todos.
Asimismo, las ventanas, por lo general, producen al
menos tres efectos:
Pasaje – Espejo –
Pecera. Expresan un compromiso de la mirada,
de la transparencia. Siendo la más privilegiada
de las aberturas, las ventanas también marcan
los pasos entre el interior y el exterior, y - salvo
alguna excepción - no tienen que ver con la acción.
A lo sumo son ‘una forma de acción inactiva’.
En este sentido, la ventana no es una puerta, ni una
pared, no supone un tránsito físico sino
mental. Mirar a través de una ventana, desde
un espacio doméstico, contiene una poderosa evocación
fuera de campo.
Pero en su posición delante de la ventana, los
personajes no nos conducen únicamente hacia lo
que está ocurriendo afuera, sino que reclaman
una penetración interior. Ante la ventana se
vive en la frontera entre el mundo interior-cerrado
y el exterior-abierto. Esta sensación es ambigua
ya que la ventana es protección y cerco. Como
apunta Lacan “(…)
es la preexistencia de una mirada. No veo más
que desde un punto, pero en mi existencia soy mirado
desde todas partes (… ) La mirada no se nos presenta
más que bajo la forma de una extraña contingencia
simbólica, de lo que encontramos en el horizonte
y como tope de nuestra experiencia (…)
Las ventanas nos hacen mirar hacia adentro y, al mismo
tiempo, crean un poderoso imaginario exterior. Son un
‘límite-no límite’. Funden
lo privado y lo público. Ante un personaje frente
a una ventana nos preguntamos ¿qué mira?,
pero también ¿qué piensa?, ¿qué
siente? Evoca el sueño y nos permite ver lejos,
ver otras cosas. Las ventanas nos recuerdan aquella
aspiración romántica del extrañamiento,
la necesidad de ir siempre más allá. En
este sentido, la ventana es un espacio para el recuerdo
y para la ausencia: una incitación a la memoria.
A veces, una ventana también es un observatorio
privilegiado desde el cual se está protegido
de la mirada del otro, como ocurre en las secuencias
iniciales de los films La
ventana indiscreta de Hitchcock, o Doble de cuerpo
de Brian De Palma, donde el homenaje al film de Hitchcock
se confunde con la parodia.
En otros films - como Perdidos
en la noche (1969) de John Schlesinger (recordemos
la inolvidable secuencia del viaje final en ómnibus),
o Perdidos en Tokio
(2002) de Sofia Coppola, donde el avance de la insignificancia
se hace cada vez más patético, y la geografía
de la desesperación interior de los protagonistas,
más agobiante - la ventana no es ningún
espacio para el sueño, ni proyección hacia
un horizonte futuro, ya que a través de ella
los personajes ven el reflejo y la causa de su propia
angustia y dolor. En estos dos ejemplos, las ventanas
son espejos: ese ‘ojo vidente’,
“ese ver al que estoy sometido de una manera original”.
[1]
Dentro y fuera o la dialéctica
de la inmensidad íntima
La inmensidad es una categoría filosófica
del ensueño. Y, sin duda, el ensueño se
nutre de diversos espectáculos; pero, por una
especie de inclinación innata, contempla la grandeza.
“La inmensidad está
en nosotros”, escribió Bachelard.
Esta aseveración la podemos constatar, poéticamente
problematizada, en el poema La
Ventana de Ritsos; dentro y fuera constituyen
una dialéctica de la mirada, una base de datos,
de imágenes, que domina los pensamientos del
protagonista del poema, quien encerrado en una pieza
con un amigo y junto a la ventana, en una tarde que
cae dulcemente, mira a los transeúntes y se mira
en sus ojos:
Creo ser una fotografía
silenciosa, en su marco envejecido,
suspendida fuera de la casa, en la pared de enfrente
yo y mi ventana….
La función de la mirada, y Maurice Merleau-Ponty
ya lo había puntualizado antes que Lacan, es
que somos seres mirados en el espectáculo del
mundo. Lo que nos hace conciencia nos instituye al mismo
tiempo como speculum mundi.
Y, siguiendo a Lacan: (…)
el espectáculo del mundo, en este sentido, nos
aparece como “omnivoyeur” (…) El mundo
es “omnivoyeur”, pero no es exhibicionista,
no provoca nuestra mirada. Cuando empieza a provocarla,
entonces empieza también la sensación
de extrañeza.
¿Por qué ante la ventana tenemos la sensación
de que estamos donde no estamos?
Porque estamos donde no
estamos, contesta desde un verso Jouve.
En ese drama propuesto por la geometría íntima
de la ventana, otra pregunta se impone: ¿dónde
hay que habitar?
Ante la ventana, la inmensidad está en nosotros,
adherida a una especie de íntima expansión
de ser que la rutina reprime, y que la prudencia de
la razón detiene. En cuanto estamos inmóviles
frente a la ventana estamos en otra parte, deseamos
estar lejos, en otro espacio. Aunque la ventana sea
simplemente la pantalla de nuestra mente. La ventana
como presencia de una ausencia, donde la distancia,
al decir de Supervielle, siempre nos arrastra en su
móvil exilio. La inmensidad que nos propone la
mirada a través de la ventana es el movimiento
del hombre inmóvil. La inmensidad como dinámica
del ensueño tranquilo.
No hace falta pasar mucho tiempo frente a una ventana
para experimentar la sensación, un poco angustiada,
de que nos sumergimos en un espacio sin límites.
Y pronto, si no se sabe a dónde se va, no se
sabe tampoco dónde se está. La Ventana:
¿Tranquilidad trascendente? ¿Inmensidad
del mundo en la profundidad de nuestro ser más
íntimo?
Cambiando de “frecuencia poética”,
recordemos las dos primeras estrofas del emblemático
texto de Mallarmé, Las
Ventanas:
Hastiado del triste hospital
y del fétido incienso
que sube en medio del blancor trivial de las cortinas
hacia el gran crucifijo aburrido del muro vacío
el moribundo socarrón reincorpora una vieja
espalda,
Se arrastra y va, menos por
caldear su podredumbre
que por ver el sol en las piedras, a pegar
los pelos blancos y los huesos de la magra figura
a las ventanas que un bello rayo claro quiere broncear.
Mallarmé pareciera expresar en este poema, las
relaciones de lo interior con lo exterior, en la toma
de conciencia del propio cuerpo. Lo interior es lo inmediato
en grado sumo; el exterior es la imagen que se ilumina
contra la intimidad primordial, ‘bronceada’,
incendiada por tanta vida como por tanto espejismo.
Y- dado que esta representación de la exterioridad
es la más obsesiva a la par que la más
antigua - del mismo modo es la aliada más próxima
de ese yo que se busca en la función del puro
valor de la luz.
En este sentido el espectáculo de la luz exterior
ayudaría a desplegar la grandeza de lo íntimo.
El espejismo: colocar al ser íntimo en un lugar
exteriorizado. La profundidad de la vida se re-vela
por entero en este espectáculo poético.
Abrir la ventana
Volviendo al cine, recordemos dos films del español
Víctor Erice: El
espíritu de la colmena (1973) y El
Sur (1983), en los que la ventana tiene una múltiple
utilización dentro de la representación
metafórica de la casa (el país, la España
Franquista) cerrada; entre el consecuente conformismo
de la reclusión, donde los personajes sólo
tratan de sobrevivir, y la ventana como frontera de
los deseos. Durante el film, la apertura de la ventana
nos irá indicando la relación entre el
adentro y el afuera de esta frontera por demás
conflictiva. Se dinamiza, así, por medio de este
motivo diferentes temas asociados, por ejemplo: la desaparición,
la ausencia de seres queridos. También el sueño
de un imaginario futuro. Y, como en la mayoría
de los films basados en el legendario Drácula
(el vampiro seductor), la mujer abre la ventana como
signo de deseo y de libertad, pero también como
invitación y miedo a que entre lo misterioso
y desconocido.
Semejante sensación ambigua, la podemos encontrar
en el significativo poema de Kavafis, Ventanas
(1897), donde leemos:
En esas habitaciones
oscuras donde vivo
pesados días, con qué anhelo contemplo
a veces
las ventanas. – Cuándo se abrirá
una de ellas y qué ha de traerme -.
Pero esa ventana no se encuentra, o yo no sé
hallarla. Y quizás mejor sea así.
Quizá esa luz fuese para mí otra tortura.
Quién sabe cuántas cosas nuevas mostraría.
El hombre se apropia de la ventana porque al mirar
desde el vidrio hacia fuera fabrica su voluntad de superación,
como un símbolo del descentramiento, de la ruptura
del orden establecido. El reencuentro con una imagen
de esperanza que pareciera indicarnos que todavía
es posible ver más allá. “La extensión
en la cual se inserta el pensamiento y el pensamiento
capaz de pensar esa extensión”.
A veces, la ventana no es sólo apertura al paisaje
interior-exterior, sino también al mundo de los
otros. Es, en este sentido, el punto de vista omnisciente
de la ventana el que crea en el observador una cierta
conservación del orden antes de ser turbado por
la mirada. También podemos establecer un correlato
entre mirar y leer: el libro es una ventana, su lectura
impone una tregua al combate cotidiano. Nos reconcilia
con la intimidad perdida. Leer un libro, mirar por la
ventana: descubrir la paradójica virtud que consiste
en abstraernos del mundo para encontrarle algún
sentido, o la reconciliación de uno mismo con
uno mismo. “La idea del yo que se aleja”,
el yo ausente de este real captado por la lectura, por
la mirada. Quizás porque el yo no es sino un
acontecimiento entre otros.
La relación entre libro/ventana es muy antigua
en occidente, pero no por ello deja de ser actual. Es
muy ilustrativo repasar lo escrito en el siglo XIII
por Pierre de Roissy - canciller de la escuela catedralicia
de Chartres - quien dice en Sobre
los misterios de la iglesia: “Las ventanas que
están en la iglesia, por donde no pasan el viento
y la lluvia pero sí transmiten la claridad del
sol, significan las Sagradas Escrituras, que repelen
lo que nos es nocivo y nos iluminan. Estas ventanas
son grandes en el interior y estrechas en el exterior,
porque el sentido espiritual es de comprensión
más amplia que el literal; también por
las ventanas se entienden los cinco sentidos del cuerpo,
que deben reducirse en el exterior para que ni la muerte
penetre a través de las ventanas, ni las vanidades
las atraviesen, y así se perciben interiormente
con más fuerza los dones espirituales”.
En otro poema - en este caso de Giannuzzi: Visión
a través de la Ventana (1980) - podemos
rastrear otro motivo interesante: la ventana como presencia
de una ausencia amorosa, una mirada amorosa pero distante.
Poema que, al igual que los cuadros de Hopper (Night
Windows, Morning in a City, o A woman in the sun),
revela rasgos inequívocamente voyeurísticos,
sugiriendo la situación de una mirada prohibida
sobre una mujer que se cree no observada por nadie.
En este sentido ‘toda ventana
es indiscreta’, aunque sería más
pertinente afirmar que toda mirada es indiscreta. ¿De
dónde proviene este poder de fascinación?
El poema de Giannuzzi, como las pinturas de Hopper,
muestran y de-muestran perfectamente que el objeto fascinante
que impulsa el movimiento del mirar a través
de una ventana, en última instancia, es la mirada
misma. Que la mirada es un acto deseante, y que su fascinación
es una de las modalidades de actualización de
nuestras fantasías:
Detrás de los cristales
desplaza una certeza solar
y sabe que no morirá. Hembra joven
en un cuarto dorado desvestida.
Las manos ondulaban hacia el pelo
Y bajan por el pecho hasta palpar el vientre
Donde la luz curvada gana espacio…
Trompe-l’oeil
Para finalizar - y a modo de apretada síntesis
- recordemos que la ventana es un tópico que
se ha convertido en la propia imagen de la pintura,
entendida ésta, a su vez, como una ventana abierta
al mundo. Metáfora muy productiva que permite
abordar el problema de fondo de toda la historia del
arte (‘desde el bisonte a la realidad virtual’):
la cuestión de la representación.
De ahí que la idea de acabar con la ventana como
programa general, es uno de los signos de identidad
del arte contemporáneo. “Hay que sacrificar
todo al color”, exclamaba Gauguin; “Ya basta
de ventana abierta al mundo” retomaba Matisse,
mientras pintaba en 1912 La
ventana azul, cuadro que enseña, en realidad,
“el mundo haciéndose”. Pintar la
pintura hasta parodiarla, dejar de interpretar el mundo,
oscurecer el cristal de la ventana que el renacimiento
había querido volver transparente. Tomar al significante
pictórico como principal significado posible:
he ahí el comienzo de la modernidad.
“-¿Y la ventana?
-Mi único objetivo es reflejar mi emoción”.
Contestó Matisse. Sin embargo, en su Ventana
azul, como en A través
de una ventana pintado por Klee en 1932, el exterior
y el interior se siguen relacionando paradójicamente:
el marco de la ventana define un paisaje de armonías
similares (casi idénticas) a lo que se encuentra
dentro de la habitación. Los colores azules de
la mesa se continúan en el azul del paisaje.
La paradoja del plano contra el espacio; el interior
y el exterior como identidad cromática: La
ventana para negar la ventana.
Esta ‘trampa visual al ojo’, es llevada
al máximo, en una serie de cuadros dentro del
cuadro, por Magritte: en La
bella prisionera (1931), se articula el plano
de la representación de la realidad y el de la
imagen de la representación de lo real. Los
signos del atardecer (1926), se centra en el
problema de la no identidad entre la obra de arte y
lo real, entre lo representado y su representación.
La representación y lo representado no son precisamente
idénticos. Pero la conciencia del observador
identifica la imagen similar con la realidad. La imagen
similar es tomada por lo real mismo. El propio Magritte
insiste, a propósito de otro de sus cuadros:
La condición humana
(1933). Es una pintura muy relacionada con el
cuento de Cortázar La
continuidad de los parques y que tranquilamente
podría ilustrarlo, aunque lo inverso sería
más pertinente. Se trata de la ventana como medio
de enlace entre interior y exterior, el cuadro como
ventana a través de la cual se observa lo real.
El cuadro puede servir perfectamente de ventana, pero
la perspectiva que ofrece se convierte, a su vez, en
cuadro. En este contexto, como en el cuento de Cortázar,
lo interior y lo exterior, lo próximo y lo lejano,
el autor y el lector, se con-funden y se vuelven intercambiables.
Cuadros (ventanas + paisajes) destinados a negar los
cuadros (La clave de los
campos, 1933), representaciones cuya misión
es demostrar las paradojas de la representación:
ventanas que ironizan la visión a través
de las pinturas.
Es que encerrado en el ser, como dice Bachelard, habrá
siempre que salir de él. Apenas salido del ser,
habrá siempre que volver a él. Y,
así como lo expresara el genial Pessoa en su
‘enorme’ poema Tabaquería,
el ser del hombre es un ser desfijado. Toda mirada lo
desfija, la vista dice demasiadas cosas a la vez. Y
es así como vemos el mundo: como algo que se
encuentra fuera de nosotros, aunque no sea sino una
representación mental de aquello que, simultáneamente,
experimentamos en nosotros mismos:
No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
a parte de esto, tengo en mí todos los sueños
del mundo.
Ventanas de mi cuarto,
del cuarto de uno de los millones del mundo que nadie
sabe quién es
(y de saberse quién es, ¿qué
sabría?)…
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