Hace más
de treinta años surgió en Argentina un
campo interdisciplinario: los Estudios de Género.
En su interior es posible diferenciar articulaciones
conceptuales específicas. Una de las más
fructíferas, aunque controvertida, es la que
se establece entre los desarrollos psicoanalíticos
y el enfoque de Género. Resulta de interés
comprender el contexto social e histórico en
que surgen estos estudios que implicaron, a la vez,
una militancia social, una producción teórica
alternativa, un cuestionamiento de los criterios epistemológicos
convalidados y modificaciones en las estrategias asistenciales.
Existe una convergencia entre la tradición psicoanalítica
de auto análisis y la percepción feminista
acerca de que ‘lo personal es político’.
Estas tendencias se aunaron para un trabajo que implicó
la propia subjetividad, su estudio y su transformación,-
siempre contradictoria y parcial-, en paralelo con una
nueva comprensión del campo social. Nutrida de
aportes internacionales, la producción local
se expresó a través de la docencia, la
investigación y las publicaciones, de modo tal
que despierta interés en nuevas generaciones
dedicadas al ejercicio profesional y a la investigación.
La vitalidad de este campo interdisciplinario se manifiesta
en las producciones que van aportando a los Estudios
de Género el punto de vista de quienes continúan
hoy la tarea iniciada por los pioneros.
Como suele ocurrir en los estudios feministas, el sujeto
que realiza la indagación coincide con el objeto
de estudio; esta característica ha sido denominada
como “reflexividad” en ciencias sociales
(Haraway, 1991) y podríamos describirla con la
imagen del ojo que se mira a sí mismo. Se trata
de un ejercicio intelectual que resulta facilitado para
quienes practicamos el psicoanálisis, ya que
tenemos el hábito de tomar como objeto de estudio
nuestra contratransferencia, o sea las emociones y representaciones
que experimentamos en contexto del vínculo terapéutico.
De ese modo realizamos un tratamiento cognitivo de nuestros
desarrollos emocionales. Resulta curioso que dos campos
de estudio que han mantenido una relación caracterizada
por un conflicto por momentos enconado, aunque siempre
fecundo, coincidan en este aspecto.
El feminismo ha acuñado una frase célebre:
“Lo personal es político” para dar
cuenta de su percepción acerca de las determinaciones
contextuales de los avatares subjetivos. La biografía
se desarrolla en un marco social e histórico,
y es bueno no olvidarlo para rescatarnos del reduccionismo
subjetivista, el endogenismo y el biologismo. Estos
vicios epistemológicos no son inocentes, ya que
tienen el propósito de hacer responsable a cada
sujeto de su propio malestar cultural. Sin diluir el
análisis de la subjetividad en una generalización
sociológica, conviene comprender a cada devenir
biográfico en su tiempo y lugar. Las sujeciones
de que somos objeto no derivan sólo del micro
entorno familiar, sino que somos constituidos, para
bien y para mal, en un universo social y simbólico.
Fue en el año 1979 cuando me convocaron a un
Seminario cuyo eje temático era la condición
social femenina; de allí surgió una institución
dedicada a lo que en ese entonces se denominaba como
Estudios de la Mujer, que integré al momento
de su constitución. Ocurrió en plena dictadura
y por momentos nos interrogamos acerca de si esa no
habrá sido una modalidad de participación
social y política menos letal que otras alternativas,
en un contexto donde la vida estaba en riesgo. Si bien
este fue un factor que intervino, no puede considerarse
como el motivo principal. Inmersas en el espíritu
de la época, encontramos desarrollos teóricos
que nos permitieron comprender y dar legitimidad a la
clase de mujeres que, sin darnos cuenta, íbamos
siendo. Las líneas trazadas en las indagaciones
sociales recorrían los antagonismos de clase,
pero tornaban invisible la subordinación de las
mujeres, considerada hasta entonces como un hecho de
la Naturaleza, y por lo tanto, no cuestionada. La comprensión
de esa particular forma de opresión nos comprometió
personalmente y generó de ese modo un estilo
alternativo de participación política,
por fuera de las pertenencias partidarias, que habría
de tener buena fortuna en todo el mundo al atravesar
de modo transversal las políticas de los Estados
y de los Organismos Internacionales.
La búsqueda de legitimación simbólica
fue necesaria: las mujeres autónomas, ambiciosas
y con capacidad de liderazgo, gozaban de mala prensa
en el ámbito del psicoanálisis, donde
muchas de nosotras nos habíamos formado. Sin
embargo, más que sujetos soberanos que reivindicaran
su autoría, fuimos objetos de la historia. Se
ha estudiado que en Argentina, los inmigrantes que vieron
abrirse ante sí la posibilidad de ascenso social
a través del estudio, incorporaron a sus hijas
a las universidades y al mercado laboral, porque prevaleció
entre ellos el imperativo del éxito por sobre
la conformidad con las regulaciones tradicionales para
el género femenino (Kohen, 1992).
Fue a expensas propias que aprendimos de qué
modo el sentido común de las clases medias tradicionales
estaba enquistado en las instituciones psicoanalíticas.
Hijas insurrectas, pertenecíamos a una familia
contra la que nos rebelamos, sin renegar de ella. Aunque
nos quisieran excluir, reclamamos el uso del apellido
paterno, creando lo que para muchos aún hoy es
un oxímoron: las psicoanalistas feministas.
Cómo sucedió
Resulta de interés comprender lo que fue, a
la vez, una militancia, una construcción teórica
alternativa - que generó mutaciones en las prácticas
clínicas - y una transformación psíquica
que potenció las tendencias subjetivas innovadoras.
Un primer momento consistió en la puesta en
visibilidad de la subordinación de género.
Como ocurre con todo proceso naturalizado, nuestro estatuto
social y subjetivo nos resultaba casi invisible. Compartíamos
un malestar difuso generado por la tensión entre
las posibilidades que se abrían para nosotras
en el ámbito laboral y las demandas familiares
ancestrales. Captar el modo en que habíamos sido
constituidas mediante un entramado inextricable de deseos
contradictorios, donde el anhelo de autonomía
coexistía en alegre incompatibilidad con la aspiración
a un amor teñido de dependencia, ha resultado
una tarea que transcurre en sincronía con toda
nuestra existencia. Ese proceso, que fue nombrado como
“pensar lo omitido”, se desarrolló
en simultaneidad con una tarea de deconstrucción
teórica que llevó el nombre de “revisar
lo sabido”. En efecto, la lectura de los textos
freudianos, realizada desde el prisma de los estudios
inspirados en el feminismo, reveló de modo insoportable
el androcentrismo y el sexismo de los saberes convalidados.
No nos acotamos al campo del psicoanálisis, sino
que la interdisciplina se reveló como necesaria
desde el comienzo, para permitirnos captar el contexto
cultural y social en el cual se plasmaban las subjetividades.
Durante esa indagación, comprendimos que habitábamos
un universo socio-simbólico hegemonizado por
la perspectiva masculina, y que los conocimientos a
los que nuestra generación había accedido
con júbilo, portaban en su interior la discriminación
y la desvalorización hacia nosotras, las recién
llegadas al club del saber. Éramos parte, efectivamente,
de la primera masa crítica de mujeres que pobló
las universidades argentinas, pero nos tocó apropiarnos
de conocimientos que nos excluían de la creatividad
científica.
Así se fue constituyendo un ‘nosotras’
y, como siempre ocurre, requirió identificar
quienes eran ‘ellos’ (Laing, 1972), o sea,
los otros. Los varones nunca fueron definidos en ese
grupo pionero como representantes esenciales de la alteridad
a la que nos oponíamos; a diferencia de otros
colectivos feministas, las psicólogas psicoanalistas
nunca pusimos radicalmente en cuestión un deseo
heterosexual que, si bien se había fraguado en
la opresión, era constitutivo de nuestro ser.
Los otros fueron y son, el patriarcado, o, como prefirió
más tarde Bourdieu (2000), la dominación
masculina.
Esa construcción de un colectivo de pertenencia
movilizó a la vez, pensamiento y emoción.
Un clima por momentos jubiloso de sororidad, o como
prefieren decir en Italia, de “affidamento”
(Librería delle Donne, 1987), recorría
el espacio institucional. La homosocialidad masculina,
que ha unido de modo cómplice a los grupos de
varones en corporaciones, empresas, logias o clubes
deportivos (Burin y Meler, 2000), encontró su
homología entre las mujeres, mientras construíamos
de modo colectivo un narcisismo de género que
nutrió nuestras aspiraciones y nuestro deseo
de ser.
Un momento segundo puede caracterizarse por la necesidad
de crear discursos alternativos para dar cuenta del
universo cultural y de las subjetividades contemporáneas.
En ese proceso que reclamó, y aún hoy
requiere, el despliegue de toda nuestra capacidad creativa
comenzamos a percibir las diferencias al interior del
colectivo femenino. Efectivamente, el ideal igualitario
sólo puede referirse a las oportunidades. La
ilusión de una igualdad absoluta no expresa otra
cosa que el anhelo de minimizar las tensiones competitivas.
Si habíamos envidiado, y con razón, la
condición social masculina, ahora nos tocaba
atravesar el trago amargo de advertir que las mujeres
no somos idénticas entre nosotras (Amorós,
1987). Diferíamos en habilidades políticas,
pragmáticas, en nuestro pensamiento teórico,
en nuestra capacidad de expresión verbal y en
las posibilidades de acceder al liderazgo. Muchas toleramos,
apretando los dientes, esas diferencias, y aceptamos
crecer en un entorno que supo aunar ciertas características
de lo privado-familiar y otras propias del competitivo
y exigente ámbito público. Ese carácter
ambiguo, transicional, que tuvo la institución,
resultó de inestimable valor para una generación
que, de otro modo, podría haber naufragado en
el refugio habilitado para lo privado, sin acceder al
espacio público donde anhelábamos participar.
Tuvimos también nuestros momentos de horda,
y pudimos comprobar que en todo grupo humano el poder
puede ejercerse de modo excepcional, por parte de un
sujeto erigido en líder que se atribuye estar
por encima de la legalidad instituida y al cual todos
se someten (Freud, 1913).
Como todo espacio social, éste llevaba en sí
mismo las semillas de su disolución. Las tensiones
institucionales pueden achacarse a las dificultades
compartidas para construir una modalidad madura de poder
democrático. Sin embargo, ese período
de puesta en visibilidad de una condición subordinada
que hubiéramos podido desmentir por no ser, en
nuestro caso, extrema, sentó las bases para el
desarrollo de pensamientos alternativos de gran productividad,
en los que se nutren las generaciones jóvenes.
Una vez que, cada cual a su tiempo, salimos de ese
nido que, como ocurre con las familias, era a la vez
cobijo, estímulo y fuente de sufrimiento, nuestros
caminos personales se alejaron y reunieron de modo periódico,
generando desarrollos individuales y reencuentros parciales
sumamente productivos. La docencia universitaria comenzó
en democracia, y no hubiera podido ser de otra forma.
La necesidad de transmitir generó el deseo de
investigar, tanto en el nivel de las teorías
como en lo que hace al psiquismo de los sujetos que
habitan nuestro mundo. En tiempos tan cambiantes, es
necesario captar el modo en que conviven las tradiciones
ancestrales, tan difíciles de desarraigar, con
actitudes innovadoras impuestas por el imperativo de
los cambios estructurales.
Durante años combinamos la docencia con la participación
en el Estado, la investigación con las publicaciones.
Felizmente hubo quienes escucharon, se interesaron,
y existen en el campo interdisciplinario, que hoy algunas/os
preferimos denominar como Estudios de Género,
nuevas generaciones que ya van haciendo oír su
voz.
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