“(…)
un horror básico a la mujer. Acaso se funde
en que ella es diferente del varón, parece
eternamente incomprensible y misteriosa, ajena
y por eso hostil.”
Sigmund Freud, “El
Tabú de la virginidad”. |
“(…)
todas las mujeres son locas, que se dice. Es también
por eso que no son todas, es decir locas-del-todo,
(…)” Jacques
Lacan, “Televisión”. |
“(…),
porque ¿cómo nombrar con esa boca,
cómo nombrar en este mundo con esta sola
boca en este mundo con esta sola boca?
Olga Orozco, “Con
esta boca en este mundo…” |
Introducción
Es posible que las frases del acápite digan
más y mejor que lo que sigue pues me voy a
limitar a tomar algunos hitos en la obra de Freud
y de Lacan para acercarnos a un tema en el que resulta
difícil e inoportuno el recorte, en el que
los vericuetos que dejaré afuera quizás
opaquen las conclusiones a las que arribemos.
A lo largo de su obra, Freud va enhebrando diferentes
conceptos para tratar de ceñir lo específicamente
femenino. Aborda el tema desde los ideales, desde
la elección de objeto y, asimismo, a partir
del goce. Sin embargo, finalmente, declara su dificultad
para desentrañar el misterio de la feminidad,
a pesar de que podemos señalar un progreso
que va desde lo descriptivo a lo estructural. Lacan
toma el guante y avanza para situar las consecuencias
del modo en que, mediado por Otro, el lenguaje se
engrana en los cuerpos y situar el goce que para él
define lo más propio de las mujeres.
En Freud: de la “debilidad” al repudio
de la feminidad
En el inicio: un exceso
respecto del Ideal
Las primeras afirmaciones de Freud acerca de la feminidad
pueden rastrearse en los historiales, testimonio de
su encuentro con las histéricas (1893-1905).
Allí describe a las histéricas como
mujeres que se alejan del tipo ideal esperable para
su sexo. Se alejan en el sentido de que algo les ‘sobra’:
hay un ‘exceso’. Puede ser de inteligencia,
de dotes intelectuales, de ambiciones, de proyectos
de estudios, de independencia en tanto más
amplia de lo que correspondería a su naturaleza
femenina.
Podemos tomar el historial de Isabel de R para leer
esa separación entre lo esperable para una
mujer y lo que Freud encuentra en las histéricas.
Señala en Isabel un apego particular al padre
que él vincula con los quebrantos de salud
de la madre. El padre, según refiere Freud,
decía de esa hija- la menor de tres mujeres-
que le sustituía al hijo varón que no
tenía o a un amigo con quien intercambiar ideas
[1].
Asimismo, Freud enumera otros rasgos: “(…)
la independencia de su naturaleza, que rebasaba en
mucho al ideal femenino y que se exteriorizaba en
una buena proporción de terquedad, de espíritu
combativo y reserva.” [2].
La posición femenina, podemos concluir, está
garantizada a esta altura por la coincidencia con
un Ideal de “debilidad”, el que provee
la cultura dominante. El apartamiento subjetivo respecto
de esos parámetros cuestiona el ser femenino
de Isabel y compromete su futuro como mujer a los
ojos del hombre.
A pesar de que los rasgos que subraya Freud puedan
hoy parecernos anacrónicos, el recubrimiento
entre feminidad y cultura no nos es ajeno. Que respondan
por ello, si no, algunas sufrientes adolescentes en
su diálogo con la balanza cuando no logran
entrar en el modelo impuesto. Si bien el acento del
‘deber ser’, en la sociedad de la imagen,
se ha desplazado a la estética, su tiranía
no cesa. Las anoréxicas, en parte, son un efecto
de la fallida coincidencia entre sus cuerpos y lo
que marcan los ideales culturales.
Lograr un mayor acercamiento con el Ideal propuesto,
entonces, propiciaría el acercamiento al hombre.
Freud lee en Isabel algunos de esos datos de aproximación
a la “debilidad” femenina [3].
Para resumir: un exceso, de rasgos más apropiados
para los hombres, aparta a las histéricas de
su condición femenina, en la que debería
resaltar un menos.
La complementariedad entre los sexos está asegurada
por el Otro que sabe cómo se es mujer.
Una bisagra: el exceso
de amor por la madre como obstáculo
En 1915 Freud desplaza el ‘exceso’ para
ubicarlo en el amor a la madre, obstáculo que
perturba el camino de la mujer hacia el hombre: “El
amor a la madre deviene el portavoz de todas las aspiraciones
que, cumpliendo el papel de una ‘conciencia
moral’, quieren hacer que la muchacha se vuelva
atrás en su primer paso por el camino nuevo,
peligroso en muchos sentidos, hacia la satisfacción
sexual normal, y aun logra perturbar la relación
con el hombre”.
Sin embargo, Freud no pone el acento en la operación
inhibitoria que puede ejercer la madre sobre la hija,
a la que califica como “normal”, sino
que enfatiza la maniobra que debe realizar la hija:
“Es asunto de la hija desasirse de esta influencia
y decidirse, (…), por cierto grado de permisión
o de denegación del goce sexual.” La
contracción de una neurosis es derivada de
la “preexistencia de un complejo materno por
regla general hiperintenso, y ciertamente no dominado
(…) En todos los casos, las manifestaciones
de la reacción neurótica no están
determinadas por el vínculo presente con la
madre actual, sino por los vínculos infantiles
con la imagen materna del tiempo primordial.”
[4].
Se trata de un Otro ‘completo’, ‘absoluto’,
sin duda, y ese excesivo amor por la madre que mantiene
la completud, será siempre obstáculo
en el acceso a la feminidad.
Mujer: la que renuncia al exceso
de masculinidad
Cuando Freud, entre 1925 y 1932, estudia la disimetría
del Edipo, investiga en profundidad el temprano e
intenso vínculo de la niña con su madre
y la función de este obstáculo en los
destinos de las mujeres. La madre ocupará el
lugar de objeto incestuoso para los dos sexos. Acceder
a su castración será, para las mujeres,
el equivalente teórico tanto de aquella “debilidad”
que Freud indica como femenina en el comienzo de su
obra, como del desasimiento del “complejo materno”
hiperintenso que señala posteriormente. Hemos
pasado de los ideales, que dictan cómo ser
mujer y regulan las relaciones entre los sexos, a
un punto de estructura, no descriptivo, que marca
una posición inconsciente frente a la falta.
El camino de la feminidad incluye -para Freud- una
dificultad más, vinculada con la elección
de objeto: la niña no sólo deberá
renunciar al objeto de amor que es la madre sino que
tendrá que hacerlo respecto de su sustituto,
el padre. Asimismo, en relación con el goce
sexual, nos dice, deberá desplazar la erogeneidad
del clítoris a la vagina en el mismo camino
que, para él, señala una dirección
de la actividad a la pasividad, de lo masculino a
lo femenino. La dupla actividad-pasividad, sin embargo,
no colma –aclara Freud- su aspiración
de encontrar la clave de la complementariedad entre
los sexos.
Es el complejo de castración, el descubrimiento
de su falta, lo que empuja a la niña al abandono
de la madre como objeto de amor y a dirigirse al padre,
o sea que ella entra al Edipo por la vía de
la castración: “(…) ahora la libido
de la niña se desliza (…) a lo largo
de la ecuación simbólica prefigurada
pene=hijo (…) Resigna el deseo de pene para
reemplazarlo por el deseo de un hijo, y con
este propósito toma al padre como objeto
de amor. La madre pasa a ser objeto de los celos,
y la niña deviene una pequeña mujer.”
[5].
Este camino está teñido por sentimientos
ambivalentes en la niña quien, partiendo de
una relación hiperintensa con la madre, termina
por abandonarla -en el mejor de los casos- decepcionada
por descubrirla ‘castrada’ y en medio
de una fuerte hostilidad por no recibir lo que esperaba.
Freud desprende, de este recorrido infantil, consecuencias
para la patología futura.
Cuando la niña no puede renunciar a la masculinidad
-ese ‘exceso’ que ahora Freud localiza
así- el Edipo puede culminar ya sea con una
inhibición, un rechazo generalizado de la vida
sexual, ya sea con un complejo de masculinidad y una
elección homosexual de objeto [6].
Una ausencia que no es
tal permite simbolizar la pérdida
Es por una ausencia supuesta, la del pene en la niña,
que se representa una falta y que el mundo, organizado
según el saber infantil, pasa a estar simbolizado
como los que lo tienen y los que lo perdieron. La
importancia de esa ausencia tiene como fundamento
su oposición con la pregnancia de la presencia
del pene en el niño. En “La organización
genital infantil”, Freud describe las características
del órgano a partir del que se materializa
el “primado del falo”: “Esta parte
del cuerpo que se excita con facilidad, parte cambiante
y tan rica en sensaciones, ocupa en alto grado el
interés del niño y de continuo plantea
nuevas y nuevas tareas a su pulsión de investigación.
Querría verlo también en otras personas
para compararlo con el suyo; se comporta como si barruntara
que ese miembro podría y debería ser
más grande. La fuerza pulsionante que esta
parte viril desplegará más tarde en
la pubertad se exterioriza en aquella época
de la vida, en lo esencial, como esfuerzo de investigación,
como curiosidad sexual.” [7]
Freud atribuye la significatividad del complejo de
castración al considerar su génesis
en el primado del falo.
Freud resalta que el varón atribuirá
la posibilidad de perder el órgano especialmente
al ejercicio masturbatorio. Asimismo, las pérdidas
anteriores -pecho, heces- sólo se vuelven significativas
a posteriori, en el momento de ver los genitales de
la niña. La niña por su lado, convencida
de haberlo perdido, espera recibirlo y queda a merced
de la posibilidad, más abarcadora y más
inespecífica, de la pérdida de amor.
El varón está amenazado por una pérdida
puntual y se figura en qué condiciones de su
actuar recibiría ese castigo. La niña
queda referida a una imprecisión, a poder perder
el amor, dado que el objeto ya lo perdió y
no se sabe cómo. Este dato fija para ella una
posición en relación con el Otro.
Mujer: lo rechazado por
ambos sexos
Es en 1937, en “Análisis terminable
e interminable”, cuando Freud ubica lo femenino
como lo desautorizado, lo rechazado por los dos sexos.
Nos dice allí que, al final de todo análisis,
aparece algo conforme a ley, o sea que es ineludible
encontrarlo como un tope insalvable tanto en el análisis
de un hombre como en el de una mujer. Señala
que lo hallamos bajo dos modos diferentes. En el hombre
toma la forma de la amenaza de castración.
Para no sufrirla, el hombre se rebela a asumir la
posición pasiva frente a otro hombre. En el
caso de las mujeres, sostiene que toma la forma de
la envidia del pene. La mujer, entonces, no renuncia
a aquello de lo que fue privada. Son los argumentos
que adopta la castración para ambos sexos,
razón por la que Freud denomina a este punto
“roca de base”, dado que el análisis
difícilmente consigue elaborarlo. Los dos sexos
repudian la posición femenina.
En la investigación freudiana sobre la feminidad,
podemos señalar un progreso que va desde lo
descriptivo, teñido por los ideales de la época
–las mujeres son más débiles y
tienen que asumirlo para poder acceder al hombre-,
entrando en lo estructural -lo que posibilita el acceso
al goce sexual es la castración materna- para
llegar al punto tope: la feminidad como imposible
para los dos sexos. Su desautorización toma
estos nombres: amenaza de castración y envidia
del pene.
En cuanto a la dirección de la cura, al tope
que allí representa, dice Freud: “En
efecto, la desautorización de la feminidad
no puede ser más que un hecho biológico,
una pieza de aquel gran enigma de la sexualidad. Difícil
es saber si en una cura analítica hemos logrado
dominar ese factor, y cuándo lo hemos logrado.
Nos consolamos con la seguridad de haber ofrecido
al analizado toda la incitación posible para
reexaminar y variar su actitud frente a él.”
[8]
Lacan invita a leer los puntos de estructura en lo
que Freud indica como “biológico”,
“filogenético” y que considera
de muy difícil modificación. Veremos
luego cómo se relaciona este punto ‘tope’
con la conceptualización lacaniana.
En Lacan: de la no simbolización
del órgano a La Mujer no existe.
Primer momento: la falta
de significante En la enseñanza
de Lacan, la conceptualización de lo femenino
está, desde el comienzo, ligada a la falta
de significante. Esta falta va siendo definida de
diferentes modos, con precisas consecuencias, a medida
que esta enseñanza avanza. La imposibilidad
del lenguaje para dar cuenta de lo real se anclará
en las diferencias sexuales anatómicas, con
consecuencias esenciales para los seres hablantes.
En un primer momento de esta enseñanza, la
falta de significante de la mujer es consecuencia
de que no haya simbolización posible del órgano
femenino. Entendemos como simbolización al
proceso por el cual algo toma estatuto de símbolo,
o sea: pasa a representar otra cosa. El orden simbólico
se asienta en pares oposicionales del tipo ‘presencia-ausencia’,
como en el caso del día y la noche, por ejemplo,
ya que es –además- un orden discontinuo
y fragmentado por las oposiciones: cada significante
es lo que los otros no son.
En el caso de las diferencias sexuales anatómicas,
el órgano masculino, tal cual lo describe Freud,
tiene una pregnancia imaginaria, o sea: adquiere suma
importancia por el hecho de verse, presta su materialidad
para ser nombrado y para tomar valor de símbolo
[9].
A esta presencia del falo se opone la ausencia del
lado del órgano femenino. En este caso, dice
Lacan, no hay simbolización posible en tanto
no hay soporte imaginario. El sexo femenino aparece
como menos deseable, es -en términos freudianos-
la oposición ‘falo-castración’
[10].
Lacan dirá que es por una premisa simbólica,
‘todos tienen’/primado del falo, que puede
aparecer un faltante donde no falta nada; a la mujer
nada le falta si no se considerara esa premisa. Ella
está privada de un ‘órgano’
inexistente creado simbólicamente, o sea designado
como ‘debiendo estar’. El cuerpo dado,
entonces, cuenta, pero cuenta con la particularidad
que le confiere el haber sido trabajado por el lenguaje.
La posición sexual, vemos así, no está
dada desde el comienzo sino que el sujeto la encuentra
en el aparato simbólico que, para Lacan en
este primer momento, es el complejo de Edipo. Es lo
que funda y regula las posiciones sexuales y la ley
de la sexualidad humana, la ley de prohibición
del incesto.
El falo como significante
impar
El segundo momento vamos a situarlo en un texto de
1958, “La significación del falo”.
El énfasis estará aquí, ya no
en la disimetría imaginaria –pregnancia
del pene y ausencia del órgano femenino- sino
en la disimetría del significante mismo. El
falo aparece como significante impar, ordenando las
posiciones sexuales masculina y femenina.
Estas posiciones serán: la “impostura”
(tener el falo) para los hombres y la “mascarada”
(ser el falo) para las mujeres. El nombre mismo con
que se designan estas posiciones muestra en qué
consisten, pues no hay ningún ‘tener’
ni ‘ser’ sino en el terreno de los semblantes.
Aquí el falo se desprende del soporte anatómico
que le da el pene. Lacan dice que no es el órgano,
ni una fantasía ni un objeto parcial y lo eleva
a la categoría de significante que no significa
nada, sino que designa, en su conjunto, los efectos
de significado tal como los condiciona la presencia
del significante. En tanto sujetos de la castración,
ni hombres ni mujeres lo tienen. Hablar de falo, a
esta altura, es ya hablar de algo que descompleta
la estructura.
Sometido a esta castración del lenguaje, el
hombre asumirá que no es el falo de su madre,
y sostendrá un “tener”, posición
de ‘impostura’ de la ‘parada viril’.
Las mujeres, que no lo tienen, encarnarán el
falo con todo su cuerpo, que toma valor fálico
en la ‘mascarada’ femenina. Tanto la impostura
como la mascarada, en realidad, velarán la
falta estructural. Así como en un primer momento
Lacan ubica al Edipo como el aparato que regula la
ley sexual, a esta altura el acento estará
puesto en el complejo de castración.
En este sentido, Lacan va a trabajar lo que el lenguaje
le hace al ser viviente, la pérdida de su naturalidad.
En este artículo lo va a desarrollar en la
dialéctica de la necesidad, la demanda y el
deseo, como el proceso por el cual se constituye lo
propiamente humano: ese deseo que se funda en una
pérdida. El falo será lo que lo simbolice.
El objeto (a)
Podemos ubicar un tercer momento en la enseñanza
de Lacan a la altura del Seminario “La Etica
del Psicoanálisis” (1959/60) y del Seminario
de “La Angustia” (1962/63). El acento
estará puesto en lo que crea el significante
pero que éste no puede volver a atrapar. Es
una falta que quedará excluida del orden simbólico,
aunque no por ello dejará de tener efectos
en él. Es aquello que de lo real no puede ser
nombrado, dialectizado, pero que retorna por ejemplo
en la angustia, en lo siniestro y en el síntoma.
Lacan va a llamarlo objeto (a).Este objeto tendrá
dos caras: por un lado, aquella que designa el agujero
que es creado por el significante y, por otro, lo
que vendría a ocupar ese lugar de falta: los
objetos parciales que se alojan en el fantasma. El
objeto (a) sería, en la teoría, lo que
del goce no tiene significante.
El énfasis de la enseñanza de Lacan
a esta altura ya no estará en el deseo sino
en el goce. Trabajará, así, la particularidad
de la castración masculina y femenina. La posición
femenina será la de sostener el lugar de objeto
(a) causa de deseo para el hombre.
No podemos aquí ahondar en el concepto lacaniano
de goce, pero tampoco es posible avanzar sin alguna
mínima precisión al respecto. El goce
lacaniano, según creo, está ubicado
–en el inicio- como un goce mítico, del
que nada sabemos, pero que, incluso así, le
suponemos al sujeto por venir. Esta idea tiene, sin
duda, relación con el concepto freudiano de
las •magnitudes crecientes de estímulos
a la espera de tramitación que necesitan del
Otro primordial para su elaboración. [11].
En la medida en que el sujeto surge, primero en el
Otro, y - luego- como respuesta de lo real a esa acogida
por el Otro, hay una tramitación, que llamaremos
‘castración’, que deja como perdido
ese goce mítico, produce un recorte del cuerpo,
la organización de la pulsión y sus
zonas privilegiadas, zonas de borde, zonas erógenas.
En ese camino, el goce sufre una pérdida y
un rescate, a través de objetos que lo condensarán,
que eventualmente podrán ser ‘reencontrados’,
por ejemplo, en el cuerpo del Otro o en el niño
para la mujer. Otro reencuentro se da en los ‘logros’
que acercan al sujeto a sus ideales, etc. Si llamamos
goce fálico a esos goces, según Lacan,
es porque se trata de goces acotados, ligados a los
efectos del significante en el cuerpo, a su discontinuidad,
su ritmo. Así también califica tanto
al goce clitoridiano como al vaginal, este último
producto, dice, de un mecanismo conversivo histérico
que puede operar en la zona.
Asimismo, Lacan utiliza el mismo término, goce,
para referirse a la satisfacción sintomática,
por ejemplo, a manifestaciones que son vividas como
displacer para el Yo. Designa, así, el goce
/sufrimiento, en la misma veta en que Freud nombra
de lo que ve en el rostro del Hombre de las Ratas
cuando éste relata el tormento que lo asedia:
un goce ignorado por él mismo.
La Mujer no existe
Marcaremos un cuarto momento en la enseñanza
de Lacan respecto de este tema: la mujer no-toda en
relación al goce fálico, lo que apunta
a que no todo lo que concierne a una mujer puede ser
tomado por la dialéctica fálica, la
del ser y el tener, la de las vestiduras que el significante
le presta a la falta, la de los sentidos sexuales
y sociales que recubren lo imposible de decir para
seres que escapan a la regulación del instinto.
Estas son algunas de las maneras, podríamos
encontrar otras, para nombrar esa dialéctica
fálica que organiza el goce.
“La Mujer no existe”, así con mayúscula,
“Goce suplementario” son modos en que
Lacan expresará, a la altura del Seminario
XX “Aun” (1972/73) lo que al comienzo
nombramos como ‘falta de significante’.
Dirá: “Sólo hay mujer excluida
de la naturaleza de las cosas que es la de las palabras”.
[12]
Desde luego, no se trata de su exclusión como
sujeto sino de su posición femenina en relación
con el goce, un goce que es suplementario, no complementario,
del goce fálico y –por ello- enigmático
incluso para ella que lo siente pero que no puede
incluirlo en un saber. Esto marca tanto una división
de las mujeres respecto de sí mismas como una
disimetría fundamental entre los sexos.
En este Seminario, Lacan escribe lo que se conoce
como fórmulas de la sexuación. Se trata
de un intento de formalización a través
de la escritura de signos, matemas, con instrumentos
que Lacan toma de la lógica y que trabaja de
un modo particular para tratar de atrapar lo que escapa,
justamente, a la posibilidad de ser dicho. No olvidemos
que Lacan, finalmente, ubica en el lugar de lo imposible
a la escritura de la relación/proporción
sexual, lo que queda como insimbolizable. Es lo que
está desnaturalizado y, por lo tanto, perdido
para ambos sexos y lo que Lacan designa “No
hay relación sexual”.
Estas fórmulas abordan la asunción sexual
por parte de los seres hablantes, por la vía
de la castración, que los deja en cierta relación
con lo que Lacan llama “función fálica”
y que separa el lado hombre del lado mujer. Habla,
entonces, del goce de los hombres y de las mujeres,
aunque diga que cada cual se coloca en alguno de los
lados según su elección. El cuerpo,
de mujer o de hombre, no es indiferente en el resultado
de esta ubicación. En todo caso, quien elija
colocarse de uno u otro lado lo hará con su
cuerpo o a pesar de su cuerpo, apelando a los mecanismos
subjetivos que correspondan.
La disimetría está marcada respecto
del goce sexual. Los que se ubican del lado hombre
tienen el significante fálico de su lado. Lo
que puede decirse de ese goce está representado
por ese falo simbólico que ordenará
para el sujeto la búsqueda de lo que ha perdido,
goce que no desarma su identificación, y que
–ilusoriamente- reencontraría en el objeto
(a), sostenido por una mujer al ocupar el lugar fantasmático
de causa de su deseo. Para ellos, sin embargo, el
goce fálico, en tanto goce del órgano,
puede hacer de obstáculo a la búsqueda
del goce en el cuerpo de una mujer.
Las que se ubican del lado mujer no tienen un significante
propio y tendrán un goce dividido por esta
falta de significante. Buscarán, así,
por un lado el falo en el hombre y, por otro, algo
que Lacan nombra significante de la falta en el Otro
-S(A/)- o también “No hay Otro del Otro”.
Señala, así, un “más allá
del falo” entendido como lo que el significante
no recubre, y designa el goce sexual al que podrá
acceder una mujer en su afinidad con esa otredad.
Es un goce que sí la divide, que no la representa,
lo que podemos entender como un goce que la deja fuera
del reparo de las identificaciones, que tienen siempre
su núcleo significante, de representación.
Las identificaciones del sujeto serían las
referencias simbólicas, en este sentido, siempre
fálicas, promotoras de efectos de significación.
De su lado quedaría la madre, la profesional,
la puta, la hija de…, la esposa de…, etc.
Nombrar a la mujer “no-toda” designa este
disloque del simbólico, este vínculo
con un goce no discontinuo, como el fálico,
sino con vocación de infinitud. Ella esperará,
del amor, la restitución de su lugar así
jaqueado.
La histérica trata de eludir ese más
allá; se identifica a un hombre y espera hallar,
en el deseo de ese hombre por otra mujer, la respuesta
por el misterio de la feminidad que ella confiere
a esa Otra mujer. Lacan dirá que, en el caso
de la mujer, a diferencia de la histérica que
se identifica al hombre, “el hombre sirve de
relevo para que la mujer se convierta en ese Otro
para sí misma, como lo es para él”
[13].
La Otredad, la alteridad consigo misma es lo que tendrá
que soportar, y de lo cual podrá gozar por
la vía de su encuentro con un hombre. Asimismo,
es también lo que enfrentará su partenaire
en el encuentro sexual: es Otra para sí misma
y para él.
Algunas consecuencias
Si de la objeción para la simbolización
de la feminidad, obstáculo que está
en el cuerpo femenino mordido por el significante,
surge la afinidad entre mujer e histeria, la pregunta
histérica acerca de qué es ser mujer,
Lacan -sin embargo- dirá que una mujer histérica
no lo es toda, con lo que alude a que su cuerpo le
impide ser tomada toda por el goce fálico.
Por más que la identificación viril
la aparte de su goce más propio, su cuerpo
– aun marcado por lo simbólico- aporta
su contundencia.
Me parece importante aclararlo porque, a partir de
cuestionar la anatomía como destino, hubo autores
que pasaron a pensar los temas de género como
independientes absolutamente de los cuerpos sexuados
en juego; también, a oponer sin recubrimiento
alguno, supuestamente en nombre de Lacan, ‘histeria’
a ‘mujer’, como si la intersección
entre el cuerpo simbolizado y la elección de
neurosis permitiera omitir la anatomía. Una
mujer está siempre en alguna relación
con ese otro goce.
Su propio cuerpo, además del lugar que la lleva
a ocupar en la dialéctica fálica, le
ofrece en diferentes momentos de su vida -menarca,
encuentro sexual, embarazo, parto, menopausia- intrusiones
de lo real que tendrá que simbolizar sin nunca
lograrlo del todo. En este sentido, la esclavitud
de las mujeres –las más de las veces
con resultados insatisfactorios - con la moda y los
ideales estéticos que rigen su mascarada no
sólo apunta a sostener el semblante fálico
para el hombre. Se trata, también, del intento
de lidiar con modificaciones que presentifican la
otredad que ella padece, incluso hasta el punto de
aproximarla, en esas vacilaciones, al cuerpo materno,
fuente de horror para ambos sexos. Las mujeres hablan,
se hablan, piden hablar y que se les hable. No es
casual esa vocación. Si La Mujer no existe,
sí existen sujetos que habitan cuerpos femeninos
siempre vecinos de lo real.
Si bien podemos adscribir la maternidad a la lógica
fálica, la dialéctica con el hijo –con
el tiempo- desbarata, más o menos, ese anclaje.
La cualidad de ese desajuste hace, incluso, a la patología
[14].
También allí, y por suerte para el infans,
el recubrimiento ‘falo-niño’ no
es perfecto, de modo que ese desfasaje se convierte
en otra ocasión para que la mujer se encuentre
a la intemperie de lo simbólico. El tema de
la maternidad y sus efectos en las mujeres y en la
constitución subjetiva merecería un
abordaje extenso y exclusivo que no podemos encarar
aquí.
Las mujeres, según entiendo, estarán
afectadas por, y, también, familiarizadas con
su proximidad con aquello de lo real que no se deja
apresar por lo simbólico y que, a la vez, está
determinado por la operación del lenguaje.
Su vecindad con lo que queda fuera, lo que no es ceñido
por los decires, lo que no se inscribe en el Inconsciente,
les confiere un ‘extrañamiento’
respecto de sí mismas, señala Lacan,
signo de su división, que tanto puede asumir
modalidades mortificantes como acercarlas al Psicoanálisis.
Es una particularidad de goce que atañe al
modo en que las mujeres resultan marcadas por la castración:
“(…) a diferencia de él (Freud),
repito, no obligaré a las mujeres a medir en
la horma de la castración la vaina encantadora
que ellas no elevan al significante, (…)”
[15].
Ellas encarnan lo real para el hombre así como
para sí mismas.
Si el amor es la fuente de todos los motivos morales,
mal podría tener la mujer un superyo más
laxo. Me parece que Freud expresa así una condición
femenina, la que se enlaza a las cuestiones amorosas
más que a las normativas. Así, una mujer
puede defender lo que siente a pesar de cualquier
norma, lo que está gobernado por algo no escrito
en los códigos -que deben funcionar para todos
igual- sino impreso en lo que ella privilegia desde
el amor, desde razones íntimas, singulares.
Esto la puede impulsar incluso más allá
del principio del placer, como a Antígona o
como a muchas mujeres en posición aparentemente
sacrificial. El superyo, como mandato de goce, no
le es ajeno.
Freud ubica lo femenino como rechazado por ambos sexos.
Lacan, si bien no desde la lógica fálica,
dice que el sexo femenino es el Otro sexo para los
dos. En los análisis de hombres y de mujeres
los cruces con ese punto de falla simbólica,
de imposible, se abordan mediante la construcción,
la invención, la creación, siempre que
el sujeto consienta en ello. Las mujeres en tanto
no-todas, sin embargo, tienen alguna intimidad inevitable
con ese encuentro.
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