En
el marco de nuestra cultura, la mirada masculina ha
determinado y marcado la condición de lo femenino.
Este acto de mirar como gesto de la masculinidad tiene,
en la narrativa argentina, una presencia determinante
en relatos cuya significación ha jalonado el
significado mismo de la experiencia escrituraria, en
el sentido en que mirar es determinar lo que hay en
lo visto, tasarlo, organizarlo y categorizarlo. La detección
y determinación de lo femenino se constituye
a través de esta mirada que forma parte de la
tradición occidental y cuya manifestación
más clara ha sido el mito de Orfeo. Orfeo alcanza
el Hades para recuperar a su amada Eurídice,
pero es condicionado por el dios del Averno que le prohíbe
darse vuelta a ver a la mujer perdida. La mirada de
Orfeo condena definitivamente a Eurídice. En
el juego del deseo/saber Orfeo pierde todo, esa pérdida
es también una caracterización de las
condiciones de la mirada masculina.
En tal sentido podríamos decir que Borges en
El Aleph produce
un relato que esgrime una variación sobre este
motivo mítico, ya que, en el momento en el que
el protagonista -perdida Beatriz, su amada platónica-
experimenta ese objeto conjetural que ofrece la imagen
del universo, anhela en realidad recuperar la visión
de la mujer a la que había perdido sin haber
tenido su amor. Si bien es cierto que el cuento de Borges
alude a la obra de Dante -(La
divina comedia), ya que en Dante la mirada es
central (se cree que el poeta italiano vio a Beatriz
en una iglesia durante cinco minutos y nunca más
volvió a verla)- también se vincularía
con el mito de Orfeo en tanto que el texto se concentra
en el efecto de la pérdida. La mirada que pone
en escena el cuento es justamente inversa a la que se
pone en juego en el mito griego, es la imagen desidealizada
de esta Beatriz/Eurídice, el horror del cadáver
que se exhibe como contracara de la belleza de Beatriz,
la atroz verdad que Borges no desea volver a ver/saber,
la insoportable promiscuidad de su amada sumada a una
frivolidad ineludible. El Borges protagonista de este
relato cultiva entonces la ausencia, la restricción
definitiva de la mirada, por eso tampoco se conforma
con las variadas representaciones icónicas que
de ella circulan aún por la ciudad. Decide que
ninguna de esas efigies le hace justicia en verdad,
puesto que la imagen que él atesora no es más
que una quimera imposible producto de su propio deseo.
Lo que en un principio es un anhelo -volver a ver a
Beatriz, para así, simbólicamente, recuperarla-
se vuelve una tortura pues lo que se descubre de ella
es su contracara, en un proceso de deserotización
de la mirada del protagonista. Lo que salva al Borges
protagonista de esta historia es el olvido que lo devuelve
a su condición humana, y se conforma con la clásica
evocación de la mujer idealizada.
Julio Cortázar, en Las
babas del diablo, lleva a cabo otra operación
que involucra a un fotógrafo (Michel), quien
por azar capta en una instantánea una supuesta
pareja en un parque. Lo que enfoca Michel es aquí
la imagen de una mujer cuya determinación es
ambigua. No sabemos qué tipo de relación
sostiene con el adolescente. Michel ve en lo femenino,
en su presencia, una amenaza; pero también duda
de las categorizaciones que produce su mirada, descree
de esa determinación y se da cuenta de la falsedad
del simple acto de mirar: todo
mirar rezuma falsedad, piensa. La mirada, que
en este caso en particular viene acompañada de
la acción ética que se cumple con el acto
de sacar la foto, deconstruye al voyeur, también
en un gesto que desarma el erotismo en salvaguarda del
joven. La mujer es vista como instrumento de una masculinidad
secreta, la del hombre que observa la pareja desde el
automóvil; sin embargo, Michel es consciente
de que todo esto lo puede estar poniendo él en
el mismo acto de mirar. Mirar, en este caso, se vuelve
un acto de pura exterioridad en el que el observador
pone en lo visto aquello que pretende objetivo. Así,
más allá del hedonista o del ético,
más allá del deseo o del deber, Michel
mira y hace de eso que ve un contenido fatalmente subjetivo.
En este sentido plantea la subjetividad del observador
como un cerco, siempre amenazado por la idealización
o la degradación. “Salvar” al adolescente
de un supuesto triángulo amoroso es más
parte de ese armado -que la mirada misma produce sobre
lo visto- que una posibilidad efectiva. En realidad,
Michel no sabe nada sobre eso que está viendo,
el cuento se aleja de la impronta aristotélica
-que asegura que el mundo se conoce ante todo mediante
la vista- y se acerca a la certeza edípica en
la que eso que se creyó saber por la mirada resulta
una falacia, una apariencia. A Michel no le queda casi
nada salvo la marca en lo visto; la ampliación
que lleva a cabo de la fotografía no solo no
le provee ninguna certeza sobre aquello que desea saber
sino que lo aleja cada vez más de esa pretendida
documentación de lo visto. Cortázar revela
así la falacia de toda fotografía, que
buscando ilustrar el mundo termina creándolo;
el juego mimético al que se presta la foto es
deconstruido en el cuento, por lo que lo visto no dejará
nunca de ser un misterio. El objeto de la mirada ha
sido, ha venido siendo a través de los mitos
antiguos, lo femenino. En el cuento de Cortázar
el misterio mayor se centra en la figura de la mujer,
en su función dentro de esa trama creada por
Michel.
Finalmente, en un famoso cuento de Silvina Ocampo que
se titula Radamanthos,
el motivo de la mirada está depositado en un
personaje femenino, Virginia, quien mira a una muerta
cuya vida envidia. Esta envidia es el resultado de su
frustración en cuanto mujer. Como no ha podido
afirmar su propia femineidad, que ve remarcada en la
muerta, decide proveerse de una identidad masculina
desde la escritura: escribe cartas de amor -para la
muerta, como si fuera un amante- que abarcan prácticamente
toda su vida. Esta operación de sustitución
de Virginia de su condición femenina por la masculina,
en el plano de la escritura, tiene su origen en la mirada.
Es en el momento en que ve a la muerta en toda su condición
femenina que sus ojos se tornan masculinos. La escritura
funciona como una forma de venganza sobre la muerta.
A la inversa que en el mito de Orfeo, aquí Virginia
puede operar esta recuperación justamente porque
la muerta está muerta: mirarla primero y escribir
luego como hombre es posible por la ausencia de la mujer.
Una ausencia similar a la que se opera en
El Aleph: Borges puede dedicarse a amar a Beatriz
porque ella ha muerto. En ambos casos los personajes
pueden concretar su condición de amante gracias
a la ausencia del amado. Es la huella de la mirada en
ausencia la que ha posibilitado estos anhelos.
La mirada masculina -que es deseo, deber, angustia-
se funda en una dirección quimérica: busca
desvelar qué es el misterio de lo femenino, pero
termina confirmando su carácter ilusorio.
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