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La determinación de la mirada masculina
Por Maximiliano González Jewkes
maxigonje@yahoo.com.ar
 

En el marco de nuestra cultura, la mirada masculina ha determinado y marcado la condición de lo femenino. Este acto de mirar como gesto de la masculinidad tiene, en la narrativa argentina, una presencia determinante en relatos cuya significación ha jalonado el significado mismo de la experiencia escrituraria, en el sentido en que mirar es determinar lo que hay en lo visto, tasarlo, organizarlo y categorizarlo. La detección y determinación de lo femenino se constituye a través de esta mirada que forma parte de la tradición occidental y cuya manifestación más clara ha sido el mito de Orfeo. Orfeo alcanza el Hades para recuperar a su amada Eurídice, pero es condicionado por el dios del Averno que le prohíbe darse vuelta a ver a la mujer perdida. La mirada de Orfeo condena definitivamente a Eurídice. En el juego del deseo/saber Orfeo pierde todo, esa pérdida es también una caracterización de las condiciones de la mirada masculina.

En tal sentido podríamos decir que Borges en El Aleph produce un relato que esgrime una variación sobre este motivo mítico, ya que, en el momento en el que el protagonista -perdida Beatriz, su amada platónica- experimenta ese objeto conjetural que ofrece la imagen del universo, anhela en realidad recuperar la visión de la mujer a la que había perdido sin haber tenido su amor. Si bien es cierto que el cuento de Borges alude a la obra de Dante -(La divina comedia), ya que en Dante la mirada es central (se cree que el poeta italiano vio a Beatriz en una iglesia durante cinco minutos y nunca más volvió a verla)- también se vincularía con el mito de Orfeo en tanto que el texto se concentra en el efecto de la pérdida. La mirada que pone en escena el cuento es justamente inversa a la que se pone en juego en el mito griego, es la imagen desidealizada de esta Beatriz/Eurídice, el horror del cadáver que se exhibe como contracara de la belleza de Beatriz, la atroz verdad que Borges no desea volver a ver/saber, la insoportable promiscuidad de su amada sumada a una frivolidad ineludible. El Borges protagonista de este relato cultiva entonces la ausencia, la restricción definitiva de la mirada, por eso tampoco se conforma con las variadas representaciones icónicas que de ella circulan aún por la ciudad. Decide que ninguna de esas efigies le hace justicia en verdad, puesto que la imagen que él atesora no es más que una quimera imposible producto de su propio deseo. Lo que en un principio es un anhelo -volver a ver a Beatriz, para así, simbólicamente, recuperarla- se vuelve una tortura pues lo que se descubre de ella es su contracara, en un proceso de deserotización de la mirada del protagonista. Lo que salva al Borges protagonista de esta historia es el olvido que lo devuelve a su condición humana, y se conforma con la clásica evocación de la mujer idealizada.

Julio Cortázar, en Las babas del diablo, lleva a cabo otra operación que involucra a un fotógrafo (Michel), quien por azar capta en una instantánea una supuesta pareja en un parque. Lo que enfoca Michel es aquí la imagen de una mujer cuya determinación es ambigua. No sabemos qué tipo de relación sostiene con el adolescente. Michel ve en lo femenino, en su presencia, una amenaza; pero también duda de las categorizaciones que produce su mirada, descree de esa determinación y se da cuenta de la falsedad del simple acto de mirar: todo mirar rezuma falsedad, piensa. La mirada, que en este caso en particular viene acompañada de la acción ética que se cumple con el acto de sacar la foto, deconstruye al voyeur, también en un gesto que desarma el erotismo en salvaguarda del joven. La mujer es vista como instrumento de una masculinidad secreta, la del hombre que observa la pareja desde el automóvil; sin embargo, Michel es consciente de que todo esto lo puede estar poniendo él en el mismo acto de mirar. Mirar, en este caso, se vuelve un acto de pura exterioridad en el que el observador pone en lo visto aquello que pretende objetivo. Así, más allá del hedonista o del ético, más allá del deseo o del deber, Michel mira y hace de eso que ve un contenido fatalmente subjetivo. En este sentido plantea la subjetividad del observador como un cerco, siempre amenazado por la idealización o la degradación. “Salvar” al adolescente de un supuesto triángulo amoroso es más parte de ese armado -que la mirada misma produce sobre lo visto- que una posibilidad efectiva. En realidad, Michel no sabe nada sobre eso que está viendo, el cuento se aleja de la impronta aristotélica -que asegura que el mundo se conoce ante todo mediante la vista- y se acerca a la certeza edípica en la que eso que se creyó saber por la mirada resulta una falacia, una apariencia. A Michel no le queda casi nada salvo la marca en lo visto; la ampliación que lleva a cabo de la fotografía no solo no le provee ninguna certeza sobre aquello que desea saber sino que lo aleja cada vez más de esa pretendida documentación de lo visto. Cortázar revela así la falacia de toda fotografía, que buscando ilustrar el mundo termina creándolo; el juego mimético al que se presta la foto es deconstruido en el cuento, por lo que lo visto no dejará nunca de ser un misterio. El objeto de la mirada ha sido, ha venido siendo a través de los mitos antiguos, lo femenino. En el cuento de Cortázar el misterio mayor se centra en la figura de la mujer, en su función dentro de esa trama creada por Michel.

Finalmente, en un famoso cuento de Silvina Ocampo que se titula Radamanthos, el motivo de la mirada está depositado en un personaje femenino, Virginia, quien mira a una muerta cuya vida envidia. Esta envidia es el resultado de su frustración en cuanto mujer. Como no ha podido afirmar su propia femineidad, que ve remarcada en la muerta, decide proveerse de una identidad masculina desde la escritura: escribe cartas de amor -para la muerta, como si fuera un amante- que abarcan prácticamente toda su vida. Esta operación de sustitución de Virginia de su condición femenina por la masculina, en el plano de la escritura, tiene su origen en la mirada. Es en el momento en que ve a la muerta en toda su condición femenina que sus ojos se tornan masculinos. La escritura funciona como una forma de venganza sobre la muerta. A la inversa que en el mito de Orfeo, aquí Virginia puede operar esta recuperación justamente porque la muerta está muerta: mirarla primero y escribir luego como hombre es posible por la ausencia de la mujer. Una ausencia similar a la que se opera en El Aleph: Borges puede dedicarse a amar a Beatriz porque ella ha muerto. En ambos casos los personajes pueden concretar su condición de amante gracias a la ausencia del amado. Es la huella de la mirada en ausencia la que ha posibilitado estos anhelos.

La mirada masculina -que es deseo, deber, angustia- se funda en una dirección quimérica: busca desvelar qué es el misterio de lo femenino, pero termina confirmando su carácter ilusorio.


 
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Bibliografía
 

Graves, Robert. Los mitos griegos, Barcelona, Alianza,1986
Borges, Jorge Luis. El Aleph, Buenos Aires, Emecé, 1980
Cortázar, Julio. Las armas secretas, Buenos Aires, Ed.Sudamericana, 1985
Ocampo, Silvina. El pecado mortal, Buenos Aires, Eudeba, 1980


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