“Afecto,
sentido, cultura, están copresentes y son responsables
del gusto de estas primeras moléculas de leche
que toma el infans.” (Aulagnier, Piera.
La Violencia de la Interpretación: del pictograma
al enunciado. Editorial Amorrortu, Buenos Aires, 1977)
El afecto ha sido y es materia de debate para los
psicoanalistas. Sería imposible referirnos
al sujeto sin tomar en consideración la cuestión
del afecto; y sin embargo su ubicación metapsicológica
es muy diversa entre los autores que se han ocupado
del tema.
Piera Aulagnier no sólo privilegia la temática
del afecto sino que la desarrolla de un modo original,
proponiendo cauces interesantes para la teoría
y para una clínica nunca ausente en sus contribuciones
teóricas.
Situemos a esta autora, quien ha dejado una producción
insoslayable dentro del psicoanálisis contemporáneo.
Conocedora profunda de la obra freudiana y apoyada
en la misma, incorporó ideas de autores fundamentales
como Lacan, de quien se distanció luego, y
de Castoriadis, cuyas ideas son perceptibles en muchos
de sus desarrollos.
En 1964 fundó el Cuarto
Grupo junto con Perrier, Valabrega y otros psicoanalistas.
Su trayectoria se fue nutriendo de aportes teóricos
centrales del psicoanálisis que retrabajó
y enriqueció, lo que hizo de su obra una contribución
singular y de enorme relevancia. Autores como Cornelius
Castoriadis y René Kaés, entre otros,
han tomado algunas de sus conceptualizaciones para
sus propios desarrollos teóricos.
Autora de los libros La
Violencia de la Interpretación, Los Destinos
del Placer y
El Aprendiz de Historiador y el Maestro Brujo,
así como de numerosos artículos, desplegó
una producción en la cual confluyeron un riguroso
desarrollo teórico y una práctica clínica
siempre presente en sus conceptualizaciones.
Situada en el seno de debates nodulares dentro del
psicoanálisis postfreudiano, Aulagnier evitó
las dicotomías reduccionistas y los fundamentalismos
teóricos, así como las alienaciones
institucionales; problemáticas que por otra
parte abordó en algunos de sus escritos. Las
adhesiones acríticas a teorías o maestros
y los riesgos del dogmatismo dentro de las instituciones
psicoanalíticas, pero también sus efectos
en la escena clínica, la inducción inconsciente
de alienaciones y de pasiones transferenciales, fueron
temáticas que ocuparon y preocuparon a la autora.
Propuso una posición epistemológica
abierta que evitara tanto las simplificaciones reduccionistas
como las oposiciones binarias, a menudo subsidiarias
de los entramados entre saber y poder presentes en
los debates científicos. Su posicionamiento
teórico albergó continuidades y rupturas,
contradicciones y diferencias, concibiendo un pensamiento
complejo en que la paradoja y la multidimensionalidad
se sitúan como aspectos inherentes al acceso
a lo real.
Un eje central que recorre la obra de esta psicoanalista
es la importancia de la dimensión relacional;
la trama indisociable entre la subjetividad, los encuentros
y el lazo social. Sujeto, vínculo e histórico-social
resultan coétanos e indiscernibles. No es posible
pensar la subjetividad por fuera del encuentro con
el otro y con el otro social.
Pero también el cuerpo, el afecto y la representación
conforman una urdimbre inseparable, que se despliega
a lo largo de la vida en lo relacional.
Cuerpo, afecto y representación:
una perspectiva relacional.
Cuerpo, afecto, representación y lenguaje
constituyen un tejido indisoluble desde los comienzos
de la vida. Desde su llegada al mundo el recién
nacido recibe y metaboliza un enorme montante de información
a partir de las características del encuentro
con quienes lo alojan.
¿De qué información se trata?
De una información en que las sensaciones,
el mundo de las significaciones, las palabras y todo
aquello que hace a un universo de estímulos
múltiples, ingresa y es procesado como dialéctica
entre placer y displacer.
¿Qué es el afecto? Para nuestra autora
es la cualificación de las cantidades en la
dinámica placer-displacer que se instituye
desde el momento mismo del nacimiento.
Varias implicancias respecto de esta definición:
- El infans se sumerge,
inevitablemente, en un ámbito que lo preexiste
y que penetra en él a través de una
oferta de estímulos que no puede ignorar.
- Sin embargo, el recién nacido no recibe de
modo pasivo estos estímulos. Transforma las
cantidades en cualidad a través de su procesamiento
en términos de placer-displacer. O sea, en
términos de afecto.
- La información que recibe es de carácter
libidinal, y está fuertemente entramada con
el deseo y la investidura de la que el niño
es receptor desde el anidamiento que le ofrecen las
figuras primordiales.
- El proceso originario se encarga, a través
de esa primera producción que es el pictograma,
de metabolizar la dinámica placer-displacer
que se va generando en el entramado intersubjetivo.
- Por ende el placer-displacer es la cualificación
del encuentro en términos afectivos. Un afecto
que es a la vez representación; siendo la experiencia
de placer condición necesaria para la investidura
de la representación.
Como se ve, ya desde el nacimiento la dimensión
del afecto es fundante en la economía psíquica:
para que haya actividad de representación se
requiere de un placer mínimo
necesario que
posibilite la investidura de la misma.
Desde la perspectiva de Aulagnier, por ende, la dimensión
económica junto con la representacional, conforman
el entramado fundante de la complejización
psíquica.
Cabe agregar que desde esta perspectiva la dialéctica
pulsional entre Eros y Tánatos se inaugura
en estrecha relación con el afecto: pulsión
de vida como tendencia a la investidura y deseo de
deseo, en tensión conflictiva con la pulsión
de muerte, la que habrá de expresarse como
desinvestidura y deseo de no deseo articulados al
displacer. Todo ello íntimamente entrelazado
con las tramas intersubjetivas.
Afecto e intersubjetividad
Si la cualificación y metabolización
afectivo-representacional acontece en el seno de los
encuentros con los otros, se hace necesario avanzar
en la comprensión de los entramados intersubjetivos.
Esto es lo que hace Aulagnier, proponiendo un abordaje
multiplicador en el que interroga qué ocurre
del lado de las figuras primordiales.
Placer – displacer se refiere a la metabolización
del encuentro. O sea, a la dimensión afectiva
presente en el mismo. Es claro que esto no remite
al plano empírico, sino a las dimensiones pulsionales,
inconscientes, narcisistas y edípicas que se
ponen en juego en los entramados intersubjetivos.
Por ejemplo, si pensáramos en la vivencia de
satisfacción, es esencial que la misma no se
reduzca a calmar la necesidad sino que aporte placer
a ambos participantes, dado que los sentidos informan
acerca del mensaje afectivo más allá
de lo concreto.
Como es evidente, aquí la noción de
encuentro remite a un tejido intersubjetivo en el
que convergen las modalidades deseantes y el placer
que se juegan del lado de la madre y del padre. La
significación que la llegada al mundo de un
hijo posee para sus progenitores, y que implica un
trabajo psíquico intenso por parte de éstos,
es de crucial importancia ya desde los comienzos.
El deseo y el discurso de la madre y del padre, las
tramas narcisistas y edípicas de ambos y sus
entretejidos vinculares constituyen vértices
que Aulagnier toma en consideración para sus
conceptualizaciones. Cabe agregar que la autora ubica
el deseo del padre tanto como el materno como fundante
en la construcción subjetiva.
Si bien hemos abordado la temática del afecto
en la génesis del psiquismo, la importancia
de la dimensión afectiva se mantiene para la
autora a lo largo de la vida, en un interjuego constante
con el mundo representacional y las redes vinculares.
No olvidemos que el proceso originario, con su modalidad
de metabolización pictográfica, es decir,
en términos de placer-displacer, constituye
un fondo representativo eficaz durante toda la vida,
en interacción con los procesos primario y
secundario, de mayor complejización psíquica.
Aulagnier trabaja con la noción de un psiquismo
abierto, y de una subjetividad que metaboliza la vida
en forma permanente, simbolizando la historia e instituyendo
el porvenir. Lo instituido y lo instituyente en tensión
conflictiva, pugnando entre la repetición y
la creación.
La designación del
afecto: el sentimiento
Aulagnier denomina sentimiento
a la designación del afecto, tarea que incumbe
al Yo y que retraduce la cualidad afectiva en términos
accesibles al lenguaje. Pero esta designación
es en rigor una interpretación, dado que liga
una vivencia incognoscible en sí a un acto
de lenguaje que jamás habrá de reflejar
una coincidencia exacta con el afecto. Aún
más: el significante nombrará al afecto
en términos de lo que el discurso cultural
identifica como tal. Con lo cual, el sentimiento implicará
una adecuación necesaria a los códigos
intersubjetivos y culturales compartidos.
La emoción
El término emoción, que no posee un
lugar específico en la terminología
analítica, designa la parte visible de ese
iceberg que es el afecto, a través de las manifestaciones
subjetivas de los movimientos de investidura y desinvestidura,
que surgen en estrecha relación con lo sensorial.
Se trata, entonces, de signos corporales que ponen
en resonancia al cuerpo y al afecto.
Afecto y encuentro analítico
Piera Aulagnier no vacila en sostener que el encuentro
analítico incluye una dimensión afectiva
del lado del analista. Confundir la abstinencia con
una suerte de neutralidad desafectivizada sería
proponer un encuentro analítico de tipo operatorio
al estilo de un como si. La noción de escucha
invistiente que propone enfatiza la importancia
de la investidura de la palabra del paciente como
zócalo imprescindible para cualquier despliegue
ulterior y nos conduce a un tema crucial: la incidencia
del valor del placer durante el proceso terapéutico.
Si la experiencia del placer es condición inaugural
necesaria para la complejización psíquica,
también el encuentro analítico debe
contar con una prima de
placer como soporte del trabajo psíquico
que se realiza. Así es que la función
y la cualidad del placer en el seno de la relación
transferencial, la posibilidad por parte del analista
de investir el proceso analítico en cada escenario
clínico, resultan esenciales para que el campo
interpretativo no acontezca en un desierto de palabras
despojadas de valor afectivo.
La cura, entendida por esta autora como simbolización
historizante, requiere entonces de la presencia de
un analista que, operando en abstinencia, se encuentre
fuertemente comprometido con el proceso singular subjetivante
de cada encuentro terapéutico. Nuevamente la
importancia del encuentro: esta vez entre paciente
y analista. Encuentro en el cual la investidura de
la palabra del paciente, del pensamiento y la simbolización
de la historia singular es crucial para el proceso
analítico.
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