(Intervención
en la mesa redonda: ‘Desaparecidos: los caminos
del duelo ante la ausencia de los cuerpos’ junto
a Valentín Barenblit e Ignasi Sarda, llevada
a cabo en la sede de la Memorial Democratic de la
Generalitat de Cataluña, España, el
3/7/10, a raíz del estreno del video documental
- testimonial ‘Kadish’ en el Festival
Internacional de Cine Judío de Barcelona 2010).
Se puede ver el trailer en: http://www.youtube.com/watch?v=WitnUS63vQs
Recuerdo hace unos años haber sido testigo
de una experiencia muy significativa. Fue cuando tuve
la posibilidad de visitar Chichicastenango, un pueblo
situado en la región maya de Guatemala. Frente
a su colorido mercado se encuentra la iglesia de Santo
Tomás. Muy pintoresca por cierto. A la entrada
uno se topa con un escena conmovedora: el camino que
se extiende desde la entrada hasta el altar debe ser
cuidadosamente recorrido ya que, sobre el mismo, decenas
de pobladores mayas arrodillados ofrendan y dialogan
con sus ancestros, alojados bajo esas piedras. Allí
fueron enterrados sus antepasados, allí sitúan
el encuentro sagrado con los espíritus de sus
mayores. Evoco esta escena porque el enterramiento
de los difuntos es un ritual milenario.
La palabra humano deriva tanto de ‘humus’,
tierra, como de ‘homo’: hombre. Hoy sabemos,
gracias al trabajo de los antropólogos, que
el cuerpo sin vida era tomado por la comunidad y la
familia para ser sepultado de acuerdo a las tradiciones
y mitos de cada uno de los pueblos. Se moría
en familia y en comunidad y el ritual del enterramiento
fue considerado un acto sagrado por la mayor parte
de las culturas. De esa manera, se transformaba una
tumba en una morada eterna. Tal es así que
no ha sido infrecuente durante las guerras, tras una
encarnizada batalla, que los vencedores autorizaran
el retiro de los cuerpos de los enemigos caídos
para su enterramiento. Esta tradición fue recogida
por las convenciones militares contemporáneas:
existen intercambio de prisioneros y devolución
de cuerpos.
“De tierra eres y a la tierra volverás”,
dice el Génesis, marcando el destino del hombre.
Pero, en el instante en que esa masa de barro recibe
el soplo de la vida, se impregna de humanidad y de
esa forma es lanzado al mundo y al seno de los otros.
Es que no se trata, entonces, meramente de un cuerpo
cuyo destino es convertirse en resto y caer allí
donde lo tome la muerte. No se trata de algo que podríamos
llamar un cuerpo de la naturaleza, y como tal un cuerpo
- objeto.
El cuerpo que se entierra lleva consigo todas las
marcas de su subjetividad truncada. Se va con un nombre,
una historia, una saga de familia, de clan, de pueblo
y con el sello de una época. Deja tras de sí,
sus amores, sus afectos, impregnados también
ellos de su irremediable ausencia.
Cuando se cumplen los inexorables ciclos de la vida,
y los sujetos humanos deben rendirse ante lo inevitable,
habrán de retornar a la tierra y será
ésta la que les dará cobijo, pudiéndose
marcar en ese punto un lugar imaginario de encuentro.
Lugar en el que es posible situar un fin, el fin de
una vida.
Por ello, las tumbas suelen ser visitadas con la
ilusión de estar cerca del que se acaba de
perder. Para poder llorar con sensación de
proximidad, para evocar su perdida presencia, procurar
un consuelo, alimentar una nostalgia o simplemente
para poder estar allí. O para no estar allí
nunca pero sabiendo que ese lugar está. Que
ese lugar, el lugar simbólico del fin, existe
y está entre los congéneres. La piedra,
la marca en madera, en granito, la lápida en
todas las versiones posibles dan soporte simbólico
al cuerpo sin vida.
Se trata de construir colectivamente, desde el riñón
de la cultura una morada para la muerte y permitir
el reposo del cuerpo con todos sus atributos subjetivos.
La muerte con morada facilita que la inexorable ausencia
pueda transformarse en evocación y rememoración
para construir un relato acerca del difunto. Los recuerdos
son como los objetos rescatados de un naufragio. Recordar
es una manera de sobrevivir la muerte.
Lamentablemente, la historia humana es pródiga
en matanzas y genocidios, algunos conocidos y otros
que se han perdido en los confines de las geografías
y de los tiempos. Hay masacres anónimas, blancas,
silenciosas, que no han tenido prensa. Otras se despliegan
invisibles a los ojos: la miseria estructural, el
hambre, la falta de salud. No es este el lugar ni
el momento para analizar este ‘lado oscuro’
de la humanidad. Abel viene con Caín, su matador
y Jacob nace atornillado a su mellizo salvaje: Esaú,
y todos ellos hechos con la misma factura: la misma
tierra, la misma agua, la misma mezcla.
Hoy, se me ocurre decirlo de esta manera, nos convocan
a esta mesa las circunstancias de, por lo menos, tres
diferentes matanzas masivas contemporáneas
y relativamente recientes. España 1936 - 1939,
la guerra civil, miles de muertos en combate y miles
de personas, jóvenes, ancianos, mujeres y niños
asesinados de la manera más vil por el franquismo
y arrojados a fosas comunes, aquellas que hoy claman
por el reconocimiento de la verdad y la justicia.
Esta matanza preanunciaba la gran guerra, la II Guerra
Mundial y su máquina de destrucción
que propició el escenario para el Holocausto,
seis millones de judíos exterminados sólo
por ser judíos. Y, apenas treinta años
después, Argentina 1976, la dictadura militar,
el estado de terror y una estela de miles de desaparecidos.
Cuando digo que se trata de matanzas diferentes lo
enfatizo, ya que se hace demasiado sencillo realizar
comparaciones esquemáticas y analogías
simplistas. Si algo las caracteriza, es su complejidad.
Se habla de genocidios cuyo volumen y alcance homicida
nos llevan hasta el vértigo.
Se habla de miles, se habla de millones de seres
humanos masacrados en circunstancias históricas
disímiles pero con una base metodológica
similar sustentada por la subjetividad nazi fascista,
sus principios, su ciencia y su lógica. Esta
lógica se plasma en la instauración
de un estado de excepción permanente que coagula
en un estado terrorista que aplica políticas
para hacer ‘desaparecer’ a las personas.
El neologismo ‘hacer desaparecer’ quiere
decir: secuestrar, privar a los detenidos de juicio
y defensa, torturarlos para luego asesinarlos y arrojar
los cadáveres en fosas comunes, cremarlos o
tirarlos al mar para invisibilizarlos. También
significa hacer inaccesible el registro y la administración
de esos procedimientos en los que participan miles
de agentes, miles.
Otros modos de ‘hacer desaparecer’ son:
borrar de la faz de la tierra a poblaciones enteras,
bombardeándolas, como ocurrió en Guernica;
confinar a comunidades vivas en campos de trabajo
esclavo hasta su agotamiento para luego redireccionarlas
e instalarlas en una maquinaria de aniquilación,
concebida y establecida a través de una ingeniería
industrial sofisticada.
No es casual que hoy nos convoque la memoria de estos
genocidios, sobre la República y el pueblo
español, sobre la Argentina y sobre el pueblo
judío durante el Holocausto. Son tres maneras
de hacer desaparecer al otro, de aniquilarlo utilizando
la estructura del estado, pero como estado fuera de
la ley.
El dictador Videla de la Argentina, definía
al ‘desaparecido’ con esta formulación:
“No está, ni vivo ni muerto, no tiene
entidad.” Me gustaría detenerme en esta
encrucijada semántica: dice que no está
- afirmando simultáneamente que tampoco se
ha comprobado su muerte - e incluye una fórmula
enloquecedora: “ni vivo ni muerto”, es
decir que puede aparecer, aunque tal posibilidad es
improbable ya que no está en ningún
lado. Luego agrega: “no tiene entidad”,
entidad humana, se entiende. Es decir, es un fantasma.
No olvidemos que el cuerpo del desaparecido es un
cuerpo por definición cargado de pruebas que
deben ser escamoteadas porque llevan consigo las marcas
de sus asesinos y de su asesinato. Un cuerpo habla
pero, para aquellos que han sido los represores y
perpetradores de tales actos, el cuerpo debe callar,
es decir que debe permanecer eternamente desaparecido.
La palabra ‘desaparecido’ es por definición
perversa y siniestra pero es la más eficaz
para describir la tragedia argentina. Por esa razón
creo que se incorporó con naturalidad como
vocablo de uso corriente para referir a las víctimas
de la dictadura. En mi video documental ‘Kadish’
hice extensiva esa denominación también
hacia las víctimas del Holocausto: a ese capítulo
lo titulé ‘Los desaparecidos de la Shoá’,
es decir del Holocausto. Me atrevería a llamar
con este mismo nombre a las víctimas del franquismo
ya que, tras su asesinato, sus restos fueron arrojados
en fosas comunes no identificadas. También
ellos son ‘desaparecidos’.
Quisiera también hacer referencia ahora al
dolor y el desasosiego que padecieron y padecen los
familiares de los desaparecidos, destinatarios legítimos
de los cuerpos de sus seres queridos. Ante la negativa
de la entrega de los mismos por parte de las fuerzas
represoras, los familiares se han visto obligados
a crear, a inventar diferentes formas de procesar
el duelo frente al vacío que significa no velar
ni enterrar a sus muertos. Sin la presencia del cuerpo
se hace imposible establecer ese sitio simbólico
del que hablábamos antes, el sitio que fija
un fin, el fin de la vida.
El Kadish de duelo es una plegaria tradicional judía
que se pronuncia cuando el cuerpo del difunto es sepultado
en la tierra. Sin la presencia del cuerpo no habrá
Kadish, es decir que no será posible darle
a esa muerte el sentido simbólico de una recepción
en el seno de una tradición, de una comunidad,
de un pueblo.
Llamé ‘Kadish’ a este video ya
que documenta sobre los 2000 ciudadanos de origen
judío que fueron hechos desaparecer en mi país
y que, como tales - además de padecer los tormentos
a que todos los desaparecidos fueron sometidos - debieron
soportar la furia antisemita de sus torturadores,
inspirados en los maestros de la Alemania nazi. Hoy
sabemos que los centros clandestinos de detención
y tortura en Argentina estaban impregnados de iconografía
nazi.
En la demanda al gobierno argentino, el Juez Baltasar
Garzón incorporó, a pedido de los familiares,
un subcapítulo referido al accionar antisemita
de la dictadura argentina. Allí figura la lista,
con nombre y apellido de cada uno de los casi 2000
argentinos judíos, que fueron hechos desaparecer.
Durante los encuentros que tuve con los familiares,
en las entrevistas previas a la filmación,
pude comprender que a pesar de las dificultades habían
logrado construir, mediante actos creativos, aquello
que yo llamo una materialidad frente al vacío.
Se trata de una propuesta que rehabilita la ausencia
mediante una realización simbólica y
afectiva.
La participación en organismos de Derechos
Humanos, la presencia activa en las movilizaciones
y en los actos dirigidos a la promoción de
la justicia y contra la impunidad, la búsqueda
de todo tipo de dispositivos simbólicos de
recordación y rememoración construyen
un tejido, una malla, una presencia que presta cuerpo
a ese agujero.
En tal sentido, dedico un capítulo del video
a documentar la interesante movida que realizó
el grupo Memorias del Sur en la pequeña comunidad
judía de Lomas de Zamora, Provincia de Buenos
Aires, para reivindicar a siete de sus compañeros
de infancia desaparecidos y a sus familiares, estigmatizados
y apartados del círculo comunitario durante
aquellos años de terror.
Pienso que también la búsqueda que
realiza el Instituto Yad Vashem en Jerusalem para
restituir cada uno de los nombres de los seis millones
de judíos exterminados durante la Shoá,
se encamina en tal sentido. La recuperación
de cada nombre y la reconstrucción de las circunstancias
de su asesinato permiten, en alguna medida, rescatar
la investidura humana de cada víctima en su
singularidad, liberándola del anonimato de
la fosa común, y del estigma del NN. Son miles
las fosas comunes que los nazis fueron dejando desparramadas
a lo largo de Europa, cuanto más al este, más
asiduas y extendidas.
En otra dimensión, también las hay
en mi país y debo decir que hay voluntad política
para descubrirlas y establecer la identidad de los
responsables de tales actos de lesa humanidad para
llevarlos ante la justicia. También las hay
en España y en los últimos tiempos ha
cobrado estado público las innumerables dificultades
que se interponen a su develamiento. Es sabido también
el costo que ha debido pagar este gran juez que tiene
España, el Juez Baltasar Garzón, suspendido
hoy de sus funciones por su determinación para
llegar a la verdad.
Para terminar, me gustaría hacer nuevamente
referencia al libro Génesis, tan remoto y a
la vez tan próximo a nuestra subjetividad hoy.
Evoco una escena de profundo dramatismo: Caín
acaba de matar a Abel. Tras un denso silencio la voz
de Dios lo interpela: “¿Dónde
está tu hermano?”. “Y yo qué
sé - responde Caín - ¿Soy yo
acaso el guarda a mi hermano?”. La respuesta
no se hace esperar: “¿Qué has
hecho? La voz de la sangre de tu hermano clama a Mí
desde la tierra”.
El crimen no podrá ser ocultado a perpetuidad,
la sangre clama justicia y cada cual deberá
dar cuenta de sus actos; no es posible, a esta altura,
desimplicarse de las responsabilidades al estilo de
nuestro mítico personaje diciendo: ¿Y
yo qué sé?
Sólo cuando se sepa todo lo que hay que saber
y se devele todo lo que se oculta los cuerpos desaparecidos
podrán, al fin, despojarse de la levedad a
la cual han sido sometidos; podrán anclar,
retornar a su nombre, a su historia y recobrar para
los hombres el sentido de su muerte.
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