“Pero, en primer lugar, ¿qué
es una mujer? “Tota mulier in útero:
es una matriz”, dice uno. Sin embargo, hablando
de ciertas mujeres, los conocedores decretan:
“No son mujeres”, pese a que tengan
útero como las otras (…) Así,
pues, todo ser humano hembra no es necesariamente
una mujer; tiene que participar de esa realidad
misteriosa y amenazada que es la feminidad. Esa
feminidad ¿la secretan los ovarios? ¿O
está fijada en el fondo de un cielo platónico?
¿Basta el frou-frou de una falda para hacer
que descienda a la Tierra? Aunque ciertas mujeres
se esfuerzan celosamente por encarnarla, jamás
se ha encontrado el modelo”
|
Simone de Beauvoir. El segundo
sexo (1949) |
Introducción
Este ensayo tiene la complejidad de quién intenta
repensar sus propias implicaciones: me defino como
una “mujer”, por lo menos eso es lo que
gritó la partera, lo que me trasmitieron mis
padres, mis pares y lo que logré ir construyendo
a lo largo de mi historia. Me nombran “mujer”
todos aquellos “otros” que preexisten
mi advenimiento como autora del libreto de mi vida;
aquellos otros “portavoces” de la sociedad
que preparan un lugar para mi llegada al mundo de
significaciones y sentidos.
Aún no soy “madre”, pero cuento
con muchos indicios como para creer que lo seré
en el futuro: lo deseo, y en ello se entrama el hecho
de que soy una mujer de occidente, de una sociedad
en la que la ecuación mujer=madre ha operado
y opera de un modo muy efectivo. Nací y vivo
en una época que construye todo un andamiaje
simbólico e imaginario, y que oferta ciertos
baluartes identificatorios (y no otros) para orientar
la acción, las significaciones y las representaciones
que me permitirán nominarme “mujer”.
Pues bien, comparto con muchas de las que se dicen
“mujeres” un sin fin de modos de hacer,
de pensar, y la naturalización propia de aquellos
discursos y prácticas consagrados para mi posición
sexuada y social.
Adelanto entonces que en este escrito intentaré
analizar la maternidad desde una perspectiva histórica,
social y política, pero ello indefectiblemente
será desde el lugar de
una mujer criada en occidente y marcada por
todas las inscripciones que esto implica.
Propongo que hablemos de madres;
y lo digo en plural, ya que sugiero que “La
Madre” como categoría lógica universal
no existe. Más bien nos encontramos con diversos
modos de encarnar esta función,
construida y recreada a lo largo de la historia. La
madre no es una categoría “en sí
misma”, sino que se define por oposición
a otros elementos: “niño”, “padre”.
Así se diferencian las funciones, los lugares,
los espacios.
Con la idea “Parirse madre” de ningún
modo me refiero a la posibilidad de que la madre pueda
“autoengendrarse”; intento pensar a la
maternidad adviniendo, pariéndose en el campo
de lo histórico-social, como producto de un
momento histórico particular. Philippe Ariés
nos orienta [1],
demostrando que el ejercicio maternal como práctica
“instintual”, sostenida en el afecto y
anudada necesariamente al altruismo, al sacrificio,
y al renunciamiento de los logros personales, tuvo
su máxima expresión recién desde
mediados del siglo XIX hasta bien entrado el siglo
XX, no antes. Es decir, el niño, a partir de
la modernidad, pasó a ocupar un lugar central
en la escala de valores que debía sostener
una “buena madre”. Por el contrario, la
sociedad tradicional se ha caracterizado por la indiferencia
materna ante los recién nacidos.
Ahora bien, del mismo modo en que es importante historizar
y ubicar el nacimiento de una categoría que
se presenta naturalizada por el peso de los años,
considero fundamental introducir la dimensión
de lo diverso, de las diferentes formas en que un
sujeto encarna, recrea y transforma el “ser
madre” como producción subjetiva.
En este sentido, lo que motiva principalmente este
escrito, es el hecho de toparme con algunos emergentes
sociales que inevitablemente obligan a repensar aquellos
instituidos que consagran nuestro imaginario: actualmente
existen muchas mujeres que no eligen la maternidad,
muchos hombres que desean y hasta logran transformarse
en “madres”, muchas madres que no desean
serlo; hoy nacen niños que se gestan en una
probeta, muchas mujeres y hombres alquilan vientres
para lograr su maternidad.
Parece entonces que se han producido, sobre todo en
las últimas décadas del siglo XX, cambios
significativos en los procesos de subjetivación
de varones y mujeres. Aquellos lugares, funciones
y prácticas que en otro momento histórico
fueron asignados a cada sexo, sufrieron modificaciones
en función de las transformaciones sociales
y culturales. En este sentido, ciertas representaciones
imaginarias hegemónicas, conviven y se disputan
el terreno con nuevas producciones de significación
que instituyen otros posibles para la construcción
subjetiva de “una madre”. Hoy, no solo
por la transformación de las significaciones
sociales, sino quizá también por el
avance acelerado de la ciencia, la biología
-como condición para la procreación-
deja de ser privativo de las “mujeres”
y se abre un abanico de posibilidades muy amplio y
controvertido.
El espíritu de este escrito, por tanto, es
poner en tensión lo universal y lo particular
para rescatar el modo en que este universal se encarna.
Es decir, me interesa pensar no solo las características
de los discursos dominantes que hablan acerca de la
maternidad, sino las diferentes respuestas que hombres
y mujeres le fueron dando a lo largo de la historia.
Sobre la maternidad se han consolidado diversos discursos.
La consideración de la mujer como inferior
al hombre, su identificación con el ámbito
privado y con la reproducción ha sido legitimada
y justificada desde la antigüedad por todo tipo
de saberes, desde el saber vulgar hasta el saber científico,
pasando por el filosófico o religioso. De este
modo, se ha convertido a la mujer-madre en objeto
de discursos públicos (cuestión que
tiene sus potencialidades), pero extirpándole
la condición de sujeto de su propia historia.
La madre de occidente
La maternidad es una de las representaciones culturales
más complejas que se han elaborado en occidente
sobre el imaginario de la mujer. Podría definirse
como una práctica socialmente instituida que
se apuntala sobre una función biológica
que está a su base. Además, estas prácticas
se articulan con relaciones de poder que distribuyen,
de manera desigual entre hombres y mujeres, ciertos
atributos como la alimentación, la educación
y el cuidado del otro.
Desde la antigüedad hasta nuestros días,
la maternidad como representación se ha transformado
mucho. Es interesante rastrear algunas imágenes
de las “madres”, construidas en diferentes
momentos históricos, para allí leer
cuáles son los elementos que permanecen y que
cambian en tal significación.
Comencemos por Grecia; aquí es preciso hacer
una primera distinción entre la ciencia y el
mito. Para este último, Demeter era la Diosa
griega de la maternidad; una corpulenta y bella mujer,
que reinaba sobre la tierra y los campos y a la que
se le rendía tributo en los misterios Eleusinos.
Estos eran rituales relacionados con los misterios
de la vida, la muerte y el renacimiento representados
por la tierra, la semilla, las estaciones y sus cambios.
Ahora bien, para la ciencia el útero de la
mujer era un recipiente (¿un objeto?) invertido,
que se abría para dejar pasar la menstruación,
el esperma y el hijo, y se cerraba para retener los
fluidos masculinos, proteger y alimentar al feto.
Casi una máquina utilizada para la creación
de nuevas vidas.
Luego, los Romanos determinaron una doctrina jurídica
y un conjunto de leyes que situaban la función
materna dentro del marco familiar. El Derecho Romano,
patriarcal, instituye en la familia el poder del “pater
familias” sobre los hijos, lo cual implica que
solo el padre romano integraba o rechazaba a un hijo
a la familia; esta era la única manera de ejercer
su derecho como padre del niño, ya que la madre
siempre es certera.
Durante la Edad Media, la maternidad se instituye
como un “asunto de mujeres” y no es valorizada
por el resto de la sociedad. La única Madre
venerada era la de Dios. Aquí surge la Madre
Cristiana como figura sagrada.
En el siglo XVI, las parteras, que hasta ese momento
habían sido poco vigiladas, empezaron a convertirse
en sospechosas por las revueltas religiosas. Se las
concebía cómplices del infanticidio
y del aborto. Se instituye así la figura de
los “cirujanos” que debían supervisar
la tarea de aquellas. Esto marca el comienzo de la
intervención del hombre médico en el
campo de la obstetricia, aunque esto fue tildado de
inmoral por gran parte de la sociedad.
Es recién en el siglo XVIII que la maternidad
comienza a tener un lugar valorizado y sobreestimado,
pero siempre colocándola al
servicio del hijo, también idealizado.
La mujer se empodera como madre, pero aún bajo
la autoridad del hombre.
Hasta fines del siglo XVIII, sobre 1000 niños
nacidos vivos, se morían 250 en el primer año
de vida y 150 en su primer mes. Una de cada diez madres
fallecía durante o después del parto.
En esa época se comienza a analizar y abordar
esta cuestión y los gobiernos temen la despoblación.
Los médicos toman la palabra y priorizan los
cuidados primarios, procurados tanto al recién
nacido como a la parturienta, para evitar tanta mortalidad.
Las nodrizas, que hasta ese momento se encargaban
del cuidado material del bebé, fueron acusadas
de ser indiferentes a los recién nacidos y
de no estar atentas a las manifestaciones de sufrimiento
de aquellos. Esto se acompaña de una denuncia,
por parte de la burguesía incipiente, a las
madres aristocráticas que rechazaban amamantar
a sus hijos, reduciendo su función materna
a lo espiritual y a la transmisión moral. El
poder médico y la burguesía, como aliados,
toman partido y convierten al cuerpo de la mujer en
la matriz del cuerpo social: había que readaptarlo
para la función reproductora. El amor materno
y la consagración total de la madre a su hijo
se convirtieron en valores para la civilización
y en códigos de buena conducta [2].
En el siglo XX dos hechos fundamentales modifican,
de modo sustancial, tanto el rol de la mujer como
el del hombre dentro de la estructura familiar: la
incorporación de la mujer al trabajo y la aparición
de métodos anticonceptivos. De ello decantan,
no solo nuevas formas de encarnar la maternidad, sino
también nuevos síntomas y nuevas preguntas.
Luego de este breve recorrido histórico, podemos
suponer que madre no es sinónimo de mujer.
Es decir, si podemos recortar un momento en la historia
en el que se origina el sentimiento materno, sus funciones
y sus espacios, es porque no estamos en la dimensión
de lo “natural”, sino de lo histórico
social, de lo construido, y por tal deconstruible.
Dejamos caer de este modo toda lectura que se pretenda
esencialista o biologicista y advienen así
algunos interrogantes: ¿Cuál fue la
necesidad histórica de convertir en sinónimo
madre y mujer?, ¿Acaso se intentaba así
mantener cierta estabilidad social? ¿O mantener
inconmovibles las relaciones de poder instituidas?
Son muchos los discursos que vinieron a legitimar
y justificar dicha ecuación mujer=madre, entre
ellos el psicoanálisis. Veremos cómo
logran su eficacia.
La madre del psicoanálisis
¿Cómo concebía a “la madre”
el padre del psicoanálisis? Freud en sus teorizaciones
acerca de la feminidad distingue en la mujer tres
posibles salidas a lo que denomina “Penisneid”:
la renuncia –extrañamiento o inhibición
de la vida sexual-; la masculinidad -hiperinsistencia
en poseer las insignias de la virilidad-; y, finalmente,
la salida propiamente
femenina –vía la ecuación
simbólica pene=hijo. La verdadera mujer para
Freud es aquella cuya falta fálica la incita
a orientarse hacia el amor de un hombre –primero
el padre, luego el esposo- esperando encontrar el
sustituto fálico bajo la forma de un niño.
Dos equivalencias definen, entonces, a la mujer freudiana:
mujer=madre y mujer=objeto de amor de un hombre. Reduce,
así, la mujer a la madre y a un objeto para
otro. Fortalece, de este modo, la relación
intrínseca entre mujer y maternidad, y legitima
las relaciones de fuerza que esto conlleva. Me arriesgo
a decir, entonces, que esto último no es tanto
un producto lógico de su teoría (si
es que de algo así pudiera hablarse), sino
toda una posición ideológica y política
propia de su tiempo y de su subjetividad.
Es en la segunda década del siglo XX (cultura
posfreudiana) que se idealiza el vínculo materno,
focalizándose en la importancia de la madre
en el desarrollo emocional del niño. Ideal
de maternidad perfecta que se condice con una figura
de niñez también idealizada y hasta
determinante. La “madre
suficientemente buena” de Winnicott;
la relevancia de las primerísimas relaciones
madre-hijo kleiniana, como condicionante del buen
desarrollo psicológico, son -entre otros- lo
modos con los que fue operando dicha valorización
del maternaje.
Una de las principales autoras del Psicoanálisis
que dedica gran parte de su obra a pensar la maternidad
es Marie Langer. En 1951, publica “Maternidad
y sexo”, donde acuerda con las ideas kleinianas
pero agrega algo más: anuda fuertemente el
hecho de ser mujer con el de ser madre (o desear serlo).
La autora allí problematiza la vida de la mujer
moderna, aquella que debiera conciliar sus logros
sociales y su femineidad, su maternidad y su sexo.
Demuestra cómo el conflicto entre su labor
profesional y sus instintos maternales, “coartados
en nuestra época antiinstintiva”, repercute
sobre su felicidad y trastorna sus funciones femeninas.
La autora prueba cómo los factores culturales,
ambientales y personales influyen en esas funciones.
A través de material clínico abundante,
ilustra cómo la maternidad feliz y la capacidad
para el goce sexual dependen de vivencias tempranas
y tienen sus raíces en la primera relación
madre hija [3].
Si bien la autora, desde una posición feminista,
intenta pensar su contexto y la experiencia de la
maternidad en una sociedad que presenta nuevas exigencias
para la mujer, puede leerse en su discurso cierta
añoranza por recuperar el mundo de lo dado,
de lo instituido, hasta “instintivo”.
De este modo, reproduce una ecuación que ha
dejado a hombres y mujeres en lugares complicados
a lo largo de la historia.
La madre hoy
Como ya he mencionado, son algunos hechos sociales
los que me interpelan y convocan a repensar una categoría
como la materna, tan naturalizada para toda la sociedad.
Es innegable que estamos asistiendo a cambios muy
rápidos a nivel de las prácticas que
rodean a la maternidad, lo que no necesariamente implica
su metabolización subjetiva, ya que los tiempos
históricos son en general más precipitados
que los tiempos subjetivos. Las transformaciones culturales
y sociales que vivimos actualmente se manifiestan
en cambios en las estructuras familiares y en los
modelos de masculinidad y feminidad, confrontando
a hombres y mujeres con nuevos modos de relación,
con nuevas significaciones en torno a su sexualidad,
y a la maternidad específicamente. Vivimos
en una época en la que las prácticas
y los discursos acerca del quehacer materno y de la
elección sexual se han pluralizado a tal punto
que, en muchos casos, dejan a los individuos en total
desconcierto y confusión. Esto, a su vez, habilita
interrogantes que fueron impensados en otros momentos
históricos. Actualmente, son muchas las mujeres
que no eligen la maternidad como parte de su proyecto;
deciden dedicar su vida al trabajo, al éxito
profesional u otros intereses personales (y sociales,
productos del capitalismo) que no incluyen a un hijo
en su futuro. Esto, en muchos casos, no es sin angustia
y sin el conflicto propio de quien se enfrenta con
dos mandatos sociales difícilmente conciliables:
“debes ser madre” y “debes ser exitosa”
(esto, lógicamente, generalizando algo que
luego habrá que particularizar en cada quién).
Nos encontramos, también, con muchas madres
que llegan a la consulta de un psicólogo con
el objetivo de que éste las ayude a ejercer
su función, suponiendo que existe allí
una respuesta a su problema. Es decir, no cuentan
o creen no contar, con los recursos que les permitirían
ser madres de “buena ley”. Una total confusión
se apodera de muchos padres que, impotentizados, se
preguntan: “¿Qué tengo que hacer
con mi hijo?; ¿Cómo debo criarlo?; ¿Le
parece que lo rete cuando se porta mal o lo dejo hacer
lo que quiera?”.
Puede leerse allí, por un lado, cierto corte
en la cadena generacional que antaño, mal o
bien, operaba como transmisión de madres a
hijos en lo que respecta al modo de ejercer la función
materna o paterna. Por otro lado, cierta conmoción
en las significaciones que sostienen la institución
“familia” consolidada en la modernidad.
El ejercicio de una función amparadora, orientadora,
de autoridad y educación se ve desprovisto
del valor que habría constituido en otros tiempos.
La sociedad capitalista oferta nuevos sentidos que,
en muchos casos, son contrarios a los valores que
vienen operando históricamente. Considero que
la convivencia de significaciones tradicionales aún
vigentes, con nuevos sentidos aportados por la lógica
del capital, hunde a los sujetos en un profundo desconcierto
que en muchos casos conlleva malestar.
Por otro lado, la irrupción de nuevas tecnologías
reproductivas en el universo simbólico de la
maternidad, construye nuevas redes de significado
y habilita prácticas innovadoras, como la inseminación
artificial, que ofrecen la posibilidad a hombres y
mujeres, sea cual sea su elección sexual, de
convertirse en “madres” tanto en su función
como en su lugar en la trama social.
El avance de la tecnología, que venimos observando
en diferentes campos, ha cooptado también el
proceso de alumbramiento, convirtiendo el parto o
embarazo en una “enfermedad” a tratar.
De este modo, se medicaliza el parto, el nacimiento,
y se interviene el cuerpo de la mujer no solo para
evitar la mortalidad infantil como antaño (discurso
natalista), sino que además se intenta anular
cualquier atisbo de dolor (propio de un parto). Hoy
es valorizado que una mujer después de parir
a su hijo “no perciba los cambios”, que
vuelva al estado anterior sin transformación;
se valoriza el hecho de que “no haya sentido
nada”, como si el traer una vida al mundo no
implicara un antes y un después no solo físico
sino psíquico. Y con esto no intento sobrevalorar
el sufrimiento o el “esfuerzo” coronado
en otros momentos históricos. Propongo visibilizar
la desaparición de ciertos ritos de pasaje
que, en nuestro mundo occidental, hacían las
veces de respuesta imaginaria y simbólica a
aquello que aparecía en la dimensión
de un real difícil de tramitar: la muerte,
el nacer. Los ritos, entonces, parecen desvanecerse
detrás de la técnica y de todo un montaje
construido para eliminar la diferencia, la discontinuidad,
el límite.
Si bien uno no puede renegar de los efectos positivos
que ha tenido este avance tecnológico sobre
el modo de construir y habitar la maternidad en nuestra
sociedad, sí considero fundamental abrir un
campo de interrogación para analizar las consecuencias
e implicancias de los mismos. Las transformaciones
en la producción de subjetividad que el desarrollo
tecnológico ha producido, no solo presentifica
que lo biológico no es un límite, sino
que nos confronta con una dimensión ética,
bioética, en relación al modo en que
una sociedad produce su propia descendencia.
La “reproducción artificial”, el
despliegue de toda una estrategia tecnológica
que habilita la posibilidad de ser madre, aun cuando
el cuerpo no provea las condiciones suficientes, y
las consecuentes transformaciones subjetivas que fueron
produciéndose en hombres y mujeres, cuestiona-
en alguna medida- la fórmula mujer=madre consolidada
a lo largo de los años. Cambios en el imaginario
social que nos invitan a seguir reflexionando sobre
los nuevos modos de parirse madre en nuestra sociedad.
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