Los
genes humanos no han sufrido, que se sepa, deterioro,
al menos, no todavía. Pero sabemos que las
«culturas», las sociedades, son mortales.
Muerte que no es forzosa, ni por lo general, instantánea.
Su relación con una nueva vida, de la cual
puede ser la condición, es un enigma siempre
singular. La «decadencia de Occidente»
es un tema antiguo y en el sentido más profundo,
falso. Este slogan querría también enmascarar
las potencialidades de un nuevo mundo que la descomposición
de «Occidente» pone y libera; en todo
caso, recubrir la cuestión de ese mundo y sofocar
el hacer político con una metáfora botánica.
Nosotros no buscamos establecer que esta flor, como
las otras, se marchitará, se marchita o se
marchitó. Buscamos comprender qué muere
en este mundo histórico social, cómo
y, de ser posible, por qué. También
buscamos encontrar qué está, tal vez,
a punto de nacer. Ni la primera ni la segunda parte
de esta reflexión son gratuitas, neutras o
desinteresadas. La cuestión de la «cultura»
es encarada aquí como una dimensión
del problema político; y se puede decir también
que el problema político es un componente de
la cuestión de la cultura en el sentido más
amplio. (Por política no entiendo ni a la profesión
del señor Nixon ni a las elecciones municipales;
el problema político es el problema de la institución
global de la sociedad.) La reflexión es anti-«científica»
tanto como sea posible. El autor no ha movilizado
a un ejército de asistentes, ni gastado decenas
de horas de computadora para establecer científicamente
lo que todo el mundo ya conoce de antemano: por ejemplo,
que a los conciertos de música que se dice
seria no asisten sino ciertas categorías socioprofesionales
de la población. Es una reflexión, además,
llena de trampas y de riesgos: estamos sumergidos
en este mundo y tratamos de comprenderlo y hasta de
evaluarlo. Evidentemente, es el autor el que habla.
¿A título de qué? A título
precisamente de parte interesada, de individuo que
participa en este mundo, con el mismo título
con el que se autoriza a expresar sus opiniones políticas,
a elegir lo que combate y lo que sostiene en la vida
social de la época.
Lo que está a punto de morir hoy, lo que en
todo caso está profundamente en cuestión
es la cultura «occidental». Cultura capitalista,
cultura de la sociedad capitalista, pero que sobrepasa
de lejos ese régimen histórico-social
porque comprende todo lo que éste ha querido
y podido recuperar de lo que lo ha precedido, particularmente
en el segmento «griego-occidental» de
la historia universal. Aquella muere como conjunto
de normas y de valores, como formas de socialización
y de vida cultural, como tipo histórico-social
de los individuos, como significación de la
relación de la colectividad consigo misma,
con aquellos que la componen, con el tiempo y con
sus propias obras.
Lo que está en tren de nacer, penosa, fragmentaria
y contradictoriamente, desde hace más de dos
siglos es el proyecto de una nueva sociedad, proyecto
de autonomía social e individual. Proyecto
que es creación política en su sentido
más profundo, y cuyas tentativas de realización,
desviadas o abortadas, han informado ya a la historia
moderna. (Aquellos que quieren sacar de esas desviaciones
o abortos la conclusión de que el proyecto
de una sociedad autónoma es irrealizable, son
absolutamente ilógicos. Que yo sepa, la democracia
no ha sido desviada de sus fines bajo el despotismo
asiático, ni las revoluciones obreras de los
Bororo han degenerado). Revoluciones democráticas,
luchas obreras, movimientos de las mujeres, de los
jóvenes, de las minorías «culturales»,
étnicas, regionales –testimonian todos
la emergencia y la vida continuada de ese proyecto
de autonomía. El cuestión de su futuro
y de su «desenlace» -el problema de la
transformación social en un sentido radical-
queda evidentemente abierto. Pero también queda
abierta, o más bien, debe ser nuevamente planteada
una cuestión que por cierto no es para nada
original, pero que ha sido regularmente encubierta
por los modos de pensamiento heredados, aun los que
se pretenden «revolucionarios»; la cuestión
de la creación cultural en sentido estricto,
la disociación aparente del proyecto político
de autonomía y de un contenido cultural, las
consecuencias pero sobre todo los presupuestos culturales
de una transformación radical de la sociedad.
Las páginas que siguen pretenden, parcial y
fragmentariamente, elucidar esta problemática.
Tomo aquí el término cultura en una
acepción intermedia entre su sentido habitual
en francés (las «obras del espíritu»
y el acceso del individuo a ellas) y su sentido dentro
de la antropología americana (que cubre la
totalidad de la institución de la sociedad,
todo aquello que diferencia y opone por una parte
a la sociedad y por la otra animalidad y naturaleza).
Yo entiendo aquí por cultura todo lo que, en
la institución de una sociedad, excede la dimensión
conjuntista-identitaria (funcional-instrumental) y
que los individuos de esa sociedad invisten positivamente
como «valor» en el sentido más
general del término: en resumen, la paideia
de los griegos. Como su nombre lo indica, la
paideia contiene
indisociablemente los procedimientos instituidos a
través de los cuales el ser humano, en el curso
de su fabricación social como individuo, es
conducido a reconocer y a investir positivamente los
valores de la sociedad. Esos valores no son dados
por una instancia externa ni descubiertos por la sociedad
en yacimientos naturales o en el cielo de la Razón.
Son, cada vez, creados por la sociedad considerada,
como núcleos de su institución, marcas
últimas e irreductibles de la significación,
polos de orientación del hacer y del representar
sociales. Por tanto, es imposible hablar de transformación
social sin enfrentar la cuestión de la cultura
en ese sentido -y de hecho, se la enfrenta y se «responde»
se haga lo que se haga. (Así, en Rusia, después
de octubre de 1917, la aberración relativa
del Proletkult ha
sido aplastada por la aberración absoluta de
la asimilación de la cultura capitalista
y eso ha sido uno de los componentes de la constitución
del capitalismo burocrático total y totalitario
sobre las ruinas de la revolución). Podemos
explicitar de manera más específica
la relación íntima entre la creación
cultural y la problemática social y
política de nuestro tiempo. Podemos hacerlo
por medio de ciertas interrogantes, y lo que presuponen,
implican o acarrean -como comprobaciones de hecho,
aunque fueran discutibles, o como articulaciones de
sentido:
- ¿El proyecto de una sociedad autónoma
no se reduce (como la simple idea de un individuo
autónomo) a un sentido «formal»
o «kantiano» en cuanto parece no afirmar
como valor sino la autonomía en sí misma?
Para ser más preciso: ¿puede una sociedad
«querer» ser autónoma solo
por ser autónoma? O incluso autogobernarse
-sí, pero ¿para qué? La respuesta
tradicional es, las más de las veces, para
satisfacer sus necesidades. La respuesta a esa respuesta
es: ¿qué
necesidades? Cuando no existe el peligro de
morirse de hambre ¿qué es
vivir?
- Una sociedad autónoma podría «realizar
mejor» los valores- o «realizar otros
valores» (sobrentendido: mejores); ¿pero
cuáles? ¿Y qué son valores mejores?
¿Cómo evaluar los valores? Interrogantes
que toman su sentido pleno a partir de esta otra cuestión
«de hecho»: ¿existen todavía
valores en la sociedad contemporánea? ¿Se
puede acaso hablar todavía, como Max Weber,
de conflicto de valores, de «combate de dioses».
O hay más bien hundimiento gradual de la creación
cultural y -aquello que no por haberse convertido
en un lugar común es necesariamente falso-
descomposición de los valores?
- Seguramente sería imposible decir que la
sociedad contemporánea es una «sociedad
sin valores» (o «sin cultura»).
Una sociedad sin valores es simplemente inconcebible.
Hay, evidentemente, polos de orientación del
hacer social de los individuos y finalidades a las
cuales el funcionamiento de la sociedad instituida
está sujeto. Hay por tanto valores en el sentido
transhistóricamente neutro y abstracto indicado
antes (en el sentido en que en una tribu de cazadores
de cabezas, matar es un valor sin el cual la tribu
no sería lo que es). Pero esos «valores»
de la sociedad instituida contemporánea parecen,
y son efectivamente incompatibles con, o contrarios
a lo que exigiría la institución de
una sociedad autónoma. Si el hacer de los individuos
está orientado esencialmente hacia la maximización
antagónica del consumo, del poder, del status
y del prestigio (los únicos objetos de investidura
socialmente pertinentes en nuestros días);
si el funcionamiento social está sujeto a la
significación imaginaria de la expansión
ilimitada del dominio «racional» (técnica,
ciencia, producción, organización como
fines en sí); si esta expansión es a
la vez vana, vacía e intrínsecamente
contradictoria, como lo es evidentemente, y si los
humanos no están obligados a servirla sino
mediante el empleo, el cultivo y el uso socialmente
eficaz de móviles esencialmente «egoístas»,
en una forma de socialización en la que cooperación
y comunidad no son consideradas y no existen sino
bajo el punto de vista instrumental y utilitario;
en breve, si la única razón por la cual
no nos matamos los unos a los otros cuando nos plazca
es el miedo a la sanción penal -entonces, no
solamente no puede ser cuestión de decir que
una nueva sociedad podría «realizar mejor»
valores ya establecidos, incontrastables, aceptados
por todos, sino que es necesario ver claramente que
su instauración presupondría la destrucción
radical de los «valores» contemporáneos,
y una nueva creación cultural concomitante
a una transformación inmensa de las estructuras
psíquicas y mentales de los individuos socializados.
Que la instauración de una sociedad autónoma
exigiera la destrucción de los «valores»
que orientan actualmente el hacer individual y social
(consumo, poder, status, prestigio -expansión
limitada del dominio «racional») no me
parece que requiera una discusión particular.
Lo que habría que discutir a ese respecto es
la medida en que la destrucción o la usura
de esos «valores» está avanzada,
y la medida en que los nuevos estilos de comportamiento
que se observan, sin duda fragmentaria y transitoriamente,
en los individuos y en los grupos (especialmente los
jóvenes) son precursores de nuevas orientaciones
y de nuevos modos de socialización. No abordaré
aquí este problema capital y enormemente difícil.
Pero la expresión «destrucción
de valores» puede chocar y parecer inadmisible
tratándose de «cultura» en el sentido
más específico y más estrecho
de las «obras del espíritu» y de
su relación con la vida social efectiva. Es
claro y evidente que yo no propongo bombardear los
museos o quemar las bibliotecas. Mi tesis es más
bien que la destrucción de la cultura, en ese
sentido específico estrecho, está ya
ampliamente avanzada en la sociedad contemporánea,
que las «obras del espíritu» ya
están casi completamente transformadas en ornamentos
o monumentos funerarios, que sólo una transformación
radical de la sociedad podrá hacer del pasado
otra cosa que un cementerio visitado en forma ritual,
inútilmente y cada vez menos, por algunos parientes
desconsolados y maniáticos. La destrucción
de la cultura existente (incluyendo el pasado) está
a punto de realizarse en la misma medida en que la
creación cultural de la sociedad instituida
está a punto de desplomarse. Allí donde
no hay presente, no hay tampoco pasado. El periodismo
contemporáneo inventa cada trimestre un nuevo
genio y una nueva «revolución»
en tal o cual campo. Son esfuerzos comerciales eficaces
para hacer girar la industria cultural, pero incapaces
de disfrazar el hecho flagrante: la cultura contemporánea
es en una primera aproximación, nula. Cuando
una época no tiene sus grandes hombres, los
inventa. Por otra parte, ¿qué pasa actualmente
en los diversos campos del «espíritu»?
Se pretende hacer revoluciones, copiando e imitando
mal -también mediante la ignorancia de un público
hipercivilizado y neoanalfabeto- los últimos
grandes momentos creadores de la cultura occidental,
con lo que se hizo hace ya más de medio siglo
(entre 1900 y 1925 o 1930). Schönberg, Webern,
Berg ya habían creado la música atonal
antes de 1914. ¿Cuántos de entre los
admiradores de la pintura abstracta, conocen las fechas
de nacimiento de Kandinsky (1866), y de Mondrian (1872)?
En 1920 el Dadá y el surrealismo ya habían
aparecido. ¿Qué novelista podríamos
agregar a la enumeración: Proust, Kafka, Joyce?
El París contemporáneo, cuyo provincianismo
sólo es comparable con su presuntuosa arrogancia,
aplaude furiosamente a los audaces directores que
copian atrevidamente a los grandes innovadores de
1920: Reinhardt, Meyerhold, Piscator, etcétera.
Cuando se contemplan las producciones de la arquitectura
contemporánea nos queda el consuelo de pensar
que, aunque no se derrumben solas de aquí a
treinta años, de todos modos serán demolidas
por obsoletas. Y todas esas mercaderías son
vendidas en nombre de la «modernidad»
mientras que la verdadera modernidad ya ha cumplido
tres cuartos de siglo-.
Es cierto que aquí y allá todavía
aparecen obras de gran intensidad. Pero yo me refiero
al balance de conjunto de medio siglo. También
es cierto que existen el jazz y el cine. ¿Existen
o existían? Esta gran creación a la
vez culta y popular, el jazz, parece haber agotado
ya su ciclo de vida hacia el principio de la década
de los sesenta. El cine hace surgir otras cuestiones
que no puedo abordar aquí.
Juicios arbitrarios y subjetivos. Es cierto. Propongo
simplemente al lector el siguiente experimento mental:
que se imagine a sí mismo haciendo personalmente
a los más célebres creadores contemporáneos
la siguiente pregunta: ¿se consideran ustedes,
sinceramente, en el mismo nivel que Bach, Mozart,
Beethoven o Wagner, que Jan Van Eyck, Velásquez,
Rembrandt o Picasso, que Brunelleschi, Miguel Angel
o Frank Lloyd Wright, que Shakespeare, Rimbaud, Kafka
o Rilke? Y que se imagine su reacción si el
interrogado respondiera: sí. Dejemos a un lado
la Antigüedad, la Edad Media, las culturas extraeuropeas
y hagamos la pregunta de otro modo. De 1400 a 1925,
en un universo infinitamente menos poblado y mucho
menos «civilizado» y «alfabetizado»
que el nuestro (de hecho: en apenas una decena de
países en Europa, cuya población total
era a principios del siglo XIX todavía del
orden de 100 millones) se encontrará sólo
un genio de primera magnitud por cada decenio. Y he
aquí, después de cerca de cincuenta
años, un universo de tres o cuatro mil millones
de humanos, con una facilidad de acceso sin precedente
a lo que, aparentemente, habría podido fecundar
e instrumentar las disposiciones naturales de los
individuos -prensa, libros, radio, televisión,
etcétera- que no ha producido sino un número
ínfimo de obras de las que se pudiera pensar
que de aquí a cincuenta años, se considerasen
como maestras. Por supuesto, la época no podría
aceptar este hecho. Así, no solamente inventa
genios ficticios, sino que ha innovado en otro campo:
ha destruido la función crítica. Lo
que se presenta como crítica en el mundo contemporáneo
es la promoción comercial -cosa del todo justificada
vista la naturaleza de la producción que se
trata de vender-. En el campo de la producción
industrial propiamente dicha, los consumidores han
empezado a reaccionar; dado que las cualidades de
los productos son la mayoría de las veces objetivables
y mensurables. ¿Pero cómo tener un Ralph
Nadér de la literatura, de la pintura o de
los productos de la Ideología francesa?. La
crítica publicitaria, que es la única
que subsiste, continúa por lo demás
ejerciendo una función de discriminación.
Lleva hasta las nubes a no
importa qué producto de moda en la estación
y, por lo que se refiere a los demás, no los
desaprueba, simplemente calla y los entierra en el
silencio. Como la crítica ha sido educada en
el culto de la «vanguardia», como cree
haber aprendido que casi siempre las grandes obras
han sido en un principio incomprensibles e inaceptables;
y como su calificación profesional principal
consiste en la ausencia de juicio personal, no se
atreve jamás a criticar. Lo que se le presenta
cae de inmediato bajo una u otra de dos categorías:
o bien es algo incomprensible ya aceptado, en cuyo
caso lo alabará. O bien es algo nuevo incomprensible
y por lo tanto callará por miedo a equivocarse
en un sentido o en otro. El oficio del crítico
contemporáneo es idéntico al del agente
de bolsa, tan bien definido por Keynes: adivinar lo
que la opinión media piensa que la opinión
media pensará.
Estas cuestiones no se limitan al «arte»;
conciernen también a la creación intelectual
en sentido estricto. Apenas es posible hacer aquí
algo más que rasguñar el tema mediante
algunas interrogantes. El desarrollo científico-técnico
sin duda alguna continúa; puede que hasta se
acelere en cierto sentido. ¿Pero acaso va más
allá de lo que se podría llamar la aplicación
y la elaboración de las consecuencias de las
grandes ideas ya adquiridas? ¿Se han encontrado
físicos para juzgar que la gran época
creadora de la física moderna está ya
detrás de nosotros -entre 1900 y 1930-. No
podría también decirse que, en este
campo, se constata mutatis mutandis la misma oposición
que en el conjunto de la civilización contemporánea,
entre un despliegue cada vez más amplio de
la producción -en el sentido de la repetición
(estricta o amplia), de la fabricación, de
la utilización, de la elaboración, de
la deducción amplificada de las consecuencias
-y la involución de la creación- el
agotamiento de la aparición de grandes esquemas
representativos-imaginarios nuevos (como lo fueron
las intuiciones germinales de Planck, de Einstein,
de Heinseberg), que han permitido otras aprehensiones
diferentes del mundo? Y en cuanto al pensamiento propiamente
dicho, ¿acaso no es legítimo preguntarse
por qué, después de Heidegger pero,
en todo caso, ya con él, se convierte cada
vez más en interpretación, interpretación
que parece por lo demás degenerar hacia el
comentario y el comentario del comentario? ¿No
es cierto también que cuando se habla interminablemente
de Freud, de Nietzsche y Marx, se habla de ellos cada
vez menos, se habla más bien de lo que se ha
dicho de ellos, se comparan las «lecturas»
y las lecturas de las lecturas?
¿Qué es lo que muere hoy en día?
Ante todo, el humus de los valores donde la obra de
la cultura puede crecer y al que ella alimenta y engrosa
en retribución. Las relaciones son más
que multidimensionales; son indiscriptibles. Aquí
hay un aspecto evidente. ¿Puede existir creación
de obras en una sociedad que no cree en nada y que
no valora nada verdadera e incondicionalmente? Todas
las grandes obras que conocemos han sido creadas en
una relación «positiva» con valores
«positivos». No se trata aquí de
una función moralizadora o edificante de la
obra; todo lo contrario. El «realismo socialista»
se quiere edificante: por eso sus productos son nulos.
No se trata tampoco simplemente de la catarsis aristotélica.
Desde la Iliada
hasta El Castillo
pasando por Macbeth,
el Requiem o Tristán,
la obra conserva esta relación extraña,
más que paradójica, con los valores
de la sociedad; los afirma al mismo tiempo que los
pone en duda y los revoca. La libre elección
de la virtud y la gloria al precio de la muerte conducen
a Aquiles a constatar que más vale ser esclavo
de un pobre campesino en la tierra que reinar sobre
todos los muertos en el Hades. La acción, que
se quiere audaz y libre, hace ver a Macbeth que sólo
somos pobres actores que gesticulan en una escena
absurda. El amor pleno y plenamente vivido de Tristán
e Isolda no puede completarse sino en y por la muerte.
El choque que provoca la obra es despertar. Su intensidad
y su grandeza son indisociables de una conmoción,
de una vacilación del sentido establecido.
Conmoción y vacilación que sólo
puede darse si, y solo si, ese sentido está
bien establecido, si los valores valen fuertemente,
y son vividos del mismo modo. El absurdo último
de nuestro destino y nuestros esfuerzos, la ceguera
de nuestra clarividencia, no destruían sino
«educaban» al público de Edipo
Rey o de Hamlet y a aquellos de nosotros que por singularidad,
afinidad o educación continuamos formando parte
de éste- porque era un público que vivía
en un mundo donde la vida era al mismo tiempo (y me
atrevería a agregar: con razón) fuertemente
investida y valorizada. Este mismo absurdo, tema preferido
por lo mejor de la literatura y del teatro contemporáneos,
no puede tener el mismo significado, ni su revelación
tomar valor de conmoción, simplemente porque
ya no es realmente absurdo, ya no hay ningún
polo de no absurdo, al cual pudiera oponerse para
revelarse fuertemente como absurdo. Es negro pintado
sobre negro. De sus formas menos refinadas a las más;
desde la Muerte de un
viajante hasta Fin
de partida, la literatura contemporánea
no hace más que decir, más o menos intensamente,
lo que vivimos cotidianamente. Muerta pues -otra cara
de lo mismo- la relación esencial de la obra
y de su autor con un público. El genio de Esquilo
y de Sófocles es inseparable del genio del
demos ateniense,
como lo es el de Shakespeare del genio del público
isabelino. ¿Privilegios genéticos? No;
manera de vivir, de instituirse, de hacer y de hacerse
de las colectividades histórico-sociales -y
más particularmente, manera de integrar el
individuo y la obra a la vida colectiva. Sin embargo,
esta relación esencial no implicaba una situación
idílica, ausencia de fricciones, ni reconocimiento
inmediato del individuo creador por la colectividad.
Los burgueses de Leipzig sólo contrataron a
Bach cuando estaban desesperados por no haber podido
conseguir los servicios de Telemann. Lo que queda
es que cuando menos contrataron a Bach, y que Telemann
era un músico de primer orden. Evitemos un
malentendido más: yo no digo que las sociedades
anteriores eran «indiferenciadas culturalmente»,
que en todos los casos el «público»
coincidía con la totalidad de la sociedad.
Los arrendatarios de Lancashire no frecuentaban el
Teatro del Globo y Bach no tocaba para los siervos
de Pomerania. Lo que me importa es la copertenencia
del autor y de un público que forma una colectividad
«concreta», esta relación que,
social, no es muy «anónima», no
es simple yuxtaposición. No es tampoco aquí
el lugar para emprender un rápido bosquejo
de la evolución de esta relación en
las sociedades «históricas». Baste
constatar que con el triunfo de la burguesía
capitalista, desde el siglo XIX, aparece una nueva
situación. Al mismo tiempo que es proclamada
formalmente (y pronto vehiculizada por instituciones
específicamente designadas, en particular la
educación general) la "indiferenciación
cultural" de la sociedad, se establece una separación
completa, una escisión, entre un público
«cultivado» al cual se dirige el arte
«culto» y un «pueblo» que,
en las ciudades, está reducido a alimentarse
de algunas migajas caídas de la mesa cultural
burguesa y cuyas formas de expresión y de creación
tradicionales son, por todas partes, tanto en la ciudad
como en el campo, desintegradas y destruidas. Aun
en ese contexto, subsiste todavía por algún
tiempo -aunque el malentendido comienza a deslizarse-,
entre el creador y un medio sociocultural determinado,
una comunidad de puntos de referencia, de marcas,
de horizonte de sentido. Este público alimenta
al creador -no solamente en el sentido material- y
se alimenta de él. Pero la escisión
pronto se convierte en pulverización. ¿Por
qué? Pregunta enorme a la cual no se puede
responder con tautologías marxistas (la burguesía
se convierte en reaccionaria desde que llega al poder,
etcétera), y no puedo hacer otra cosa que dejarla
sin respuesta. Se puede simplemente constatar que,
al venir después de seis siglos de creación
inaudita (¡Qué extraño Marx! en
su odio por la burguesía y su servidumbre a
sus últimos valores, alaba a la burguesía
por haber desarrollado fuerzas productivas, y no se
detiene ni un instante para comprobar que después
del siglo XII, a ella se le debe toda la cultura occidental),
esta pulverización coincide con el momento
en el cual, progresivamente vaciados de su interior,
los valores de la burguesía son finalmente
expuestos al desnudo, en eso que desde entonces se
ha convertido su simple insipidez. Desde el último
tercio del siglo XIX el dilema está claro.
Si el artista continúa compartiendo sus valores,
cualquiera que sea su «sinceridad», comparte
también la insipidez, si la insipidez le es
imposible, no puede hacer otra cosa que desafiarlos
y oponerse, ya sea Paul Bourget o Rimbaud, Georges
Ohnet o Lautréamont, Edouard Detaille o Edouard
Manet. Y yo pretendo que ese tipo de oposición
no se encuentra en la historia precedente. Bach no
es el Schónberg de un Saint-Saéns de
su época. Así, aparece el artista maldito,
el genio incomprendido por necesidad y no por accidente,
condenado a producir obras para un público
potencialmente universal pero efectivamente inexistente
y esencialmente póstumo. Y luego, el fenómeno
se extiende (relativamente) y se generaliza: la entidad
«arte de vanguardia» se constituye -y
hace existir a un nuevo «público».
Auténticamente, porque la obra del artista
de vanguardia encuentra eco en ciertos individuos;
inauténticamente, porque no es necesario que
pase mucho tiempo para constatar que las monstruosidades
de ayer son las grandes obras de hoy. Extraño
público que se crea en una apostasía
social -los individuos que lo componen provienen casi
exclusivamente de la burguesía y de las clases
que le son próximas- y que sólo puede
vivir su relación con el arte que patrocina
en la duplicidad cuando no en la mala fe, que corre
tras el artista, en vez de acompañarlo; que
cada vez debe dejarse violar por la obra en vez de
reconocerla; que, por más numeroso que sea,
sigue pulverizado y molecular; y para quien en el
límite, el único punto de referencia
con el artista es negativo; sólo lo «nuevo»
es valor que se busca por sí mismo, una obra
de arte debe ser más «avanzada»
que las precedentes. Pero «avanzada» ¿respecto
de qué? ¿Es acaso Beethoven más
«avanzado» que Bach? ¿Es Velásquez
retrógrado en relación con Giotto? Las
transgresiones de ciertas pseudo-reglas académicas
(las reglas de la armonía clásica, por
ejemplo que los grandes compositores, empezando por
el mismo Bach «violaron» muy a menudo;
o las de la representación «naturalista»
en pintura, que finalmente ningún pintor respetó
jamás) son valoradas por sí mismas -con
pleno desconocimiento de las relaciones profundas
que unen siempre, en una gran obra, la forma de la
expresión y lo expresado, en la medida en que
esta distinción pudiera hacerse-. ¿Era
acaso Cézanne un imbécil que pintaba
las manzanas más y más cúbicas,
porque las quería cada vez más redondas?
¿Son realmente música ciertas obras
atonales sólo porque son atonales? Yo no conozco
en toda la literatura universal sino una sola obra
que es creación absoluta, demiurga de otro
mundo; obra que toma en apariencia todos sus materiales
de ese mundo e, imponiendo a su disposición
y a su «lógica» una imperceptible
e inalcanzable alteración, crea realmente un
universo que no se asemeja a ningún otro, y
que descubrimos gracias a ella, en lo maravilloso
y lo pavoroso, y que tal vez siempre hemos habitado
en secreto. Es El Castillo,
novela de corte clásico, de hecho banal. Pero
la mayor parte de los literatos contemporáneos
se contorsionan para inventar nuevas formas cuando
no tienen nada que decir, ni nuevo ni antiguo; y cuando
su público los aplaude, hay que entender que
lo que aplaude son las ejecuciones de los contorsionistas.
Ese público de «vanguardia» así
constituido actúa devolviendo el golpe (y en
sinergia con el espíritu de la época)
sobre los artistas. Ambos se conservan unidos, únicamente
por la referencia pseudo-»modernista»,
simple negación, que no puede alimentar sino
la innovación a cualquier precio y por ella
misma. Ninguna referencia contra la cual medir y apreciar
lo nuevo. ¿Pero cómo podría haber
verdaderamente algo nuevo si no hay verdadera tradición,
tradición viviente? ¿Y cómo podría
el arte tener como única referencia al propio
arte sin convertirse enseguida en simple ornamento
o bien en juego en el sentido más banal del
término? En cuanto creación de sentido,
de un sentido no discursivo, no sólo intraducible
por esencia y no por accidente al lenguaje común
sino creador de un modo de ser inaccesible e inconcebible
para éste, el arte nos enfrenta además
a una paradoja extrema. Totalmente autárquico,
autosuficiente, no sujeto a nada, no es entonces sino
como devolución al mundo y a los mundos, revelación
de éste como un no-ser perpetuo e inagotable
mediante la aparición de lo que, hasta entonces,
no era ni posible ni imposible. Tampoco presentación
en la representación de las ideas de la Razón
irrepresentables discursivamente, como lo deseaba
Kant; sino creación de un sentido que no es
ni Idea ni Razón, que está organizado
sin ser «lógico» y que crea su
propio referente como más «real»
que cualquier «real» que pudiera ser «re-presentado».
Ese sentido tampoco es «indisociable de una
forma: es forma, sólo es en y por la forma
(lo que no tiene nada que ver con la adoración
de una forma vacía, por sí misma, característica
del academicismo invertido que es el «modernismo»
actual). Ahora bien, lo que muere también hoy
en día son las formas mismas y posiblemente
las categorías (géneros) heredadas de
la creación. ¿O no es posible preguntarse
legítimamente si la forma novela, la forma
cuadro, la forma pieza de teatro, se sobreviven a
sí mismas? Independientemente de su realización
concreta (como cuadro, fresco, etcétera). ¿Vive
todavía la pintura? No hay que irritarse fácilmente
frente a estas preguntas. La poesía épica
está bien muerta desde hace siglos, si no milenios.
¿Ha habido, después del Renacimiento,
escultura grandiosa, fuera de algunas excepciones
recientes (Rodin, Maillol, Archipenko, Giacometti...)?
El cuadro como la novela, como la pieza de teatro,
implican completamente a la sociedad de la que surgen
¿Qué ha sido, por ejemplo, de la novela
de hoy? Desde la usura interna del lenguaje hasta
la crisis de la palabra escrita, desde la distracción,
la diversión, la manera de vivir el tiempo,
o más bien, de no vivirlo del individuo moderno,
hasta las horas pasadas frente a la televisión,
¿no conspira todo hacia el mismo resultado?
¿Podría alguien que ha pasado su infancia
y adolescencia mirando la televisión cuarenta
horas a la semana leer EI Idiota o un Idiota de la
época? ¿Podrá tener acceso a
la vida y a la época novelesca, colocarse en
la libertad-receptividad necesarias para dejarse absorber
por una gran novela, haciendo algo por sí mismo?
Pero puede ser también que esté a punto
de morir lo que hemos aprendido a llamar la «obra
de cultura» en sí: el «objeto durable,
destinado por principio una existencia temporalmente
indefinida, individualizable, asignada por lo menos
en derecho a un autor, a un medio, a una época
precisa. Cada vez hay menos obras y cada vez hay más
productos que comparten con los demás productos
de la época el mismo cambio en la determinación
de su temporalidad: destinados no a durar sino a no
durar. Comparten también el mismo cambio en
la determinación de su origen: ya no hay ninguna
esencialidad en su relación con un autor definido.
Comparten, en fin, el mismo cambio de estatuto de
existencia: ya no son singulares o singularizables,
sino ejemplares indefinidamente reproducibles del
mismo tipo. Macbeth es
por supuesto una instancia de la categoría
tragedia, pero es sobre todo totalidad singular: Macbeth
(la obra) es un individuo singular -como las
catedrales de Reims o de Colonia son individuos singulares-.
Una pieza de música dudosa, los grupos que
veo al otro lado del Sena, no son individuos singulares
sino en sentido «numérico», como
dicen los filósofos. Trataré de describir
los cambios. Puede ser que me equivoque, pero en todo
caso yo no hablo desde la nostalgia de una época
en la cual un genio designado por su nombre creaba
obras singulares a través de las cuales era
plenamente reconocido por la comunidad (frecuentemente
muy mal llamada «orgánica») de
la que formaba parte. Este modo de existencia del
autor, de su obra, de su forma y de su público
es, evidentemente, en sí mismo una creación
histórico-social que se puede fácilmente
localizar y fechar. Aparece en las sociedades «históricas»
en sentido estricto, sin duda ya en aquéllas
del «despotismo oriental» seguramente
desde Grecia («Homero» y seguidores) y
culmina en el mundo greco-occidental. No es el único,
ni tampoco -aun desde el punto de vista «cultural»
más estrecho- el más válido.
La poesía demótica neogriega valida
ampliamente a Homero, así como el flamenco
o el ganelan validan cualquier gran música,
las danzas africanas o balinesas son con mucho superiores
al ballet occidental y la estatuaria primitiva no
va a la zaga de ninguna otra. Más todavía:
la creación popular no está limitada
a la «prehistoria». Ha continuado por
largo tiempo paralelamente a la creación «sabia»,
debajo de ésta, alimentándola sin duda
la mayor parte del tiempo. La época contemporánea
está destruyendo a las dos. ¿Dónde
situar la diferencia entre el arte popular y lo que
se hace hoy en día? Desde luego que no en la
individualidad asignada al origen de la obra -desconocida
en el arte popular-; ni en la singularidad de la que
no es valorada como tal. La creación popular
«primitiva» o ulterior permite en verdad,
y hasta hacer activamente posibles, una variedad infinita
de realizaciones, al mismo tiempo que hace un lugar
a la excelencia particular del intérprete que
nunca es simple intérprete sino creador en
la modulación: cantor, bardo, bailarín,
alfarero o bordadora. Pero lo que la caracteriza,
por encima de todo, es el tipo de relación
que sostiene con el tiempo. Aun a pesar de que no
está explícitamente hecha para durar,
de hecho dura de todas maneras. Su durabilidad está
incorporada en su modo de ser, en su modo de transmisión,
en el modo de transmisión de las «capacidades
subjetivas» que la llevan, en el propio modo
de ser de la colectividad. Por eso se sitúa
exactamente en el punto opuesto de la producción
contemporánea. Ahora bien, la idea de lo durable
no es ni capitalista ni greco-occidental. Las estatuillas
prehistóricas de Altamira y Lascaux dan prueba
de ello. Pero ¿por qué entonces es necesario
que exista lo durable? ¿Porqué es necesario
que haya obras en ese sentido? Cuando se desemboca
por primera vez en el Africa negra, el carácter
«prehistórico» del continente antes
de la colonización salta a la vista; ninguna
construcción en mampostería excepto
las hechas por los blancos o los que los imitaron.
Y, sin embargo, ¿por qué es necesario
que por fuerza haya construcción de mampostería?
La cultura africana se ha manifestado tan duradera
como cualquier otra o más, hasta la fecha los
esfuerzos continuados de los occidentales para destruirla
no han tenido éxito. Esta cultura dura de otra
manera, a través de otras instrumentaciones
y sobre todo mediante otra condición; y al
tratar de destruir esta condición, la invasión
del Occidente está creando esa monstruosa situación
de que el continente pierda su cultura sin adquirir
otra. Permanece, donde lo hace, a través de
la continua investidura de los valores y lo significados
sociales imaginarios propios de las diferentes etnias,
que continúan orientando su hacer y su representar
sociales. De allí -y es la otra cara de las
constataciones «negativas» formuladas
antes sobre la cultura oficial y sabia de la época-
parece no solamente que un cierto número de
condiciones para una nueva creación cultural
se reúnen en este momento, sino que una cultura
tal, de tipo «popular» está a punto
de surgir, innumerables grupos de jóvenes,
con algunos instrumentos producen una música
que en nada se diferencia de la de los Stones o la
de Jefferson Airplane -excepto por los azares de la
promoción comercial-. Cualquier individuo con
un mínimo de gusto que haya contemplado pinturas
y fotografías puede producir fotos como las
mejores. Y, ya que se ha hablado de construcciones
de mampostería, nada nos impide imaginar materiales
inflables que permitirían a cualquiera construir
su casa y cambiarla de forma, si así lo desea,
cada semana. (Se me ha informado que en Estados Unidos
experimentan con estas posibilidades utilizando materiales
plásticos). No comento las promesas conocidas,
discutidas, ya en curso de materializarse, de la computadora
casera barata; cada una con su música aleatoria
-o no-. No será muy difícil programar
la composición y la ejecución de una
imitación de un Nomos de Xenakis o hasta de
una fuga de Bach (eso aparecería más
difícil en el caso de Chopin). Sin embargo,
sería hacer trampa tratar de balancear el vacío
de la cultura sabia actual con esa que intenta nacer
como cultura popular y difusa. No es solamente que
esta extraordinaria amplificación de las posibilidades
y de la habilidad alimente también o sobre
todo la producción «cultural» comercial
(desde el estricto punto de vista de la «toma
de cuadros» la película más pobre
de Lelouch no es inferior a aquello que copia). Y
lo que pasa es que nosotros no podemos redondear el
misterio de la originalidad y de la repetición.
Desde hace cuarenta años, esta pregunta me
acosa: ¿por qué el mismo trozo, digamos
la Sonata N ° 33 de Beethoven, escrita por cualquier
contemporáneo, sería considerada como
un juguete, y como obra maestra imperecedera si fuera
descubierta de repente en un granero de Viena? (Está
bien claro que la serie que culmina con la Opus 111
está muy lejos de agotar las posibilidades
de aquello que Beethoven «descubrió»
al final de su vida -y que ha quedado sin secuela
en la historia de la música). Yo no he sabido
que nadie reflexionara seriamente sobre el problema
que surgió con el descubrimiento, hace algunos
años, de la serie de «falsos Ver Meer»
que durante mucho tiempo engañaron a todos
los expertos. ¿Qué es lo que era realmente
«falso» en esos cuadros -aparte de la
firma que sólo interesa a los comerciantes
y a los abogados? ¿Hasta dónde la firma
forma parte de la obra pictórica? No conozco
la respuesta a esta pregunta. Puede ser que los expertos
se equivocaran porque juzgaron muy correctamente el
«estilo» de Ver Meer, y pasaron por alto
su fuego. Y puede ser que este fuego esté en
relación con lo que hace que, sin que haya
para eso «ninguna razón en nuestras condiciones
de vida sobre esta tierra», nosotros nos creamos
«obligados» a hacer el bien, a ser delicados
y hasta corteses» y que «el artista ateo»
se crea «obligado a volver a empezar veinte
veces un trozo cuya admiración poco importará
a su cuerpo comido por los gusanos, como el lienzo
de muro amarillento que pintó con tanta ciencia
y refinamiento un artista para siempre desconocido,
identificado con el nombre de Ver Meer». Proust
-retomando casi literalmente un argumento de Platón
creyó encontrar ahí el índice
de una vida anterior y ulterior del alma. Yo veo allí
simplemente la prueba de que nosotros no nos convertimos
realmente en individuos sino por la dedicación
a otra cosa diferente de nuestra existencia individual.
Y si esa otra cosa no existe sino para nosotros, o
para nadie -es lo mismo- no hemos salido de la existencia
individual, simplemente estamos locos. Ver Meer pintaba
por pintar -y eso quiere decir: para hacer alguna
cosa por alguno o algunos, y esta cosa sería
la pintura. Al no interesarse rigurosamente sino en
su cuadro, entronizaba en una posición de valor
absoluto a la vez a su público inmediato y
a las generaciones indefinidas y enigmáticas
del futuro. La cultura «oficial», «sabia»
de hoy está dividida entre aquello que guarda
de la obra como duradera, y su realidad que no llega
a asumir: la producción en serie de lo consumible
y lo perecedero. Por este hecho, se encuentra entre
la hipocresía objetiva y la mala conciencia,
que agravan su esterilidad. Esta debe aparecer como
que crea obras inmortales y al mismo tiempo proclamar
las «revoluciones» a una frecuencia acelerada
(olvidando que toda revolución bien concebida
comienza por la demostración práctica
de la mortalidad de los representantes del Antiguo
Régimen). Sabe perfectamente que los inmuebles
que construye no valen casi nunca (ni estética
ni funcionalmente) lo que un iglú o una habitación
balinesa -pero se sentiría perdida si se le
reconociera. Cuando los atenienses regresaron a su
ciudad, después de Salamina, encontraron el
Hekatompedon y los demás templos de la Acrópolis
incendiados y destruidos por los persas. No los restauraron.
Utilizaron lo que de ellos quedaba para igualar la
superficie de la roca y rellenar los cimientos del
Partenón y de los nuevos templos. Si Notre
Dame fuera destruida por un bombardeo, es imposible
imaginar por un instante a los franceses haciendo
otra cosa que juntar piadosamente los restos, intentando
una restauración o dejando las ruinas como
estaban. Y tendrían razón. Más
vale, en efecto, un minúsculo resto de Notre
Dame que diez torres Pompidou. Y el conjunto de la
cultura contemporánea está dividido
entre una repetición que sólo sería
académica y vacía, en cuanto separada
de aquello que antes aseguraba la continuación-variación
de una tradición viviente y sustancialmente
ligada a los valores sustantivos de la sociedad, y
una pseudo-innovación archiacadémica
en su «antiacademicismo» programado y
repetitivo, reflejo fiel, por una vez, del desplome
de los valores sustantivos heredados. Y esta relación,
o ausencia de ella, con los valores sustantivos es
también uno de los puntos de interrogación
que pesa sobre la cultura neopopular moderna.
Nadie puede decir cuáles serán los valores
de una nueva sociedad o crearlos en su lugar. Pero
nosotros debemos contemplar lo que es «con los
sentidos sobrios», perseguir las ilusiones,
proclamar con firmeza lo que queremos: salir de los
circuitos de fabricación y difusión
de los tranquilizantes, en espera de poder romperlos.
Descomposición de la «cultura»
y, cómo no, cuando por primera vez en la historia
la sociedad no puede pensar ni decir nada sobre sí
misma, sobre lo que es y lo que quiere, sobre lo que
para ella vale y lo que no vale -y ante todo, sobre
la cuestión de saber si se quiere como sociedad
y como cuál sociedad. Se debate ahora la cuestión
de la socialización, del modo de socialización
y de lo que eso implica en cuanto a la sociedad sustantiva.
Ahora bien, los modos de socialización «externa»
tienden cada vez más a ser modos de de-socialización
«interna». Cincuenta millones de familias
aisladas cada una en su casa y mirando la televisión
representan a la vez la socialización «externa»
más avanzada que se haya conocido jamás
y la desocialización «interna»,
la privatización más extrema. Sería
una falacia decir que la responsable es la naturaleza
técnica de los modos como tal. Es cierto que
esa televisión se ajusta como un guante a esa
sociedad, y sería absurdo creer que se cambiaría
algo si se modificara el «contenido» de
las emisiones. La técnica y su utilización
son inseparables de aquello de lo que son vectores.
Lo que está en tela de juicio es la incapacidad-imposibilidad
de la sociedad actual no solamente y no tanto de imaginar,
inventar e instaurar otro uso para la televisión,
sino de transformar la técnica televisiva de
modo que pudiera hacer que los individuos se comuniquen
y participen en una red de intercambios -en vez de
aglomerarlos pasivamente en derredor de algunos polos
emisores-.¿ Y por qué? Porque desde
hace ya mucho tiempo la crisis ha roído la
socialidad positiva como valor sustantivo. Está
además, la cuestión de la historicidad.
La heteronomía de una sociedad -como la de
un individuo- se expresa y se instrumenta también
en la relación que instaura con su historia
y la historia. La sociedad puede ser ligada a su pasado,
repetirlo -creer que lo repite- interminablemente;
como las sociedades arcaicas o la mayor parte de las
sociedades «tradicionales». Pero existe
otro modo de heteronomía nacido ante nuestros
ojos: la pretendida «tabula rasa» del
pasado que es en verdad -porque nunca hay «tabula
rasa»- la pérdida de la memoria viviente
de la sociedad; en el mismo momento en el que se hipertrofia
su memoria muerta (museos, bibliotecas, monumentos
clasificados, bancos de donaciones, etcétera),
la pérdida de un lazo sustantivo y no sujeto
a su pasado; a su historia, a la historia -dicho de
otro modo: su propia pérdida-. Ese fenómeno
es sólo un aspecto de la crisis de la conciencia
histórica del Occidente que acaeció
después de un historicismo-progresismo llevado
al absurdo (bajo la forma liberal o bajo la forma
marxista). La memoria viviente del pasado y el proyecto
de un porvenir valorizado desaparecieron juntos. La
cuestión de la relación entre la creación
cultural del presente y las obras del pasado es, en
el sentido más profundo, la misma que la de
la relación entre la actividad creadora autoinstituyente
de una sociedad autónoma y la ya dada de la
historia, que no se podrá jamás concebir
como simple resistencia, inercia o sujeción.
Nosotros vamos a oponer, tanto al falso modernismo
como a la falsa subversión (que se expresan
en los supermercados o en los discursos de ciertos
izquierdistas descarriados), una continuación
y una re-creación de nuestra historicidad,
de nuestro modo de historización. No habrá
transformación social radical, nueva sociedad,
sociedad autónoma, más que por y en
una nueva conciencia histórica, que a la vez
implique una restauración del valor de la tradición
y otra actitud frente a ella, otra articulación
entre ésta y las tareas del presente-provenir.
Ruptura con la servidumbre al pasado en tanto pasado,
ruptura con las ineptitudes de la «tabula rasa»;
ruptura también con la mitología del
«desarrollo», los fantasmas del crecimiento
orgánico, las ilusiones de la acumulación
adquisitiva. Negaciones que no son sino la otra cara
de una posición; la afirmación de la
socialidad y de la historicidad sustantivas como valores
de una sociedad autónoma. De la misma manera
en que tenemos que re-conocer en los individuos, los
grupos, las etnias, su verdadera alterabilidad (lo
que no implica que tengamos que conformarnos, porque
eso sería, otra vez, una manera de desconocerla
o abolirla) y organizar a partir del reconocimiento
una verdadera coexistencia de la misma manera, el
pasado de nuestra sociedad y de las otras nos invita
a reconocerlo, en la medida (incierta e inagotable)
en que podemos conocerlo, como algo diferente a un
modelo o un contraste. Esa elección es indisociable
de aquélla que nos hace desear una sociedad
autónoma y justa, en la que los individuos
autónomos, libres e iguales viven en el reconocimiento
recíproco. Reconocimiento que no es solamente
una simple operación mental, sino también
y sobre todo afecto. Y aquí, renovemos nuestro
propio lazo con la tradición: «Parece
que las ciudades se mantienen unidas por la philia,
y que los legisladores se ocupan más de la
philia que de la
justicia. A los philoi
la justicia no les es necesaria, pero los justos necesitan
de la philia y
la justicia más alta participa de la philia...
Los philiae de
los que hemos hablado (sc. los verdaderos) están
en la igualdad... En la medida en que haya comunión-comunidad,
en la misma medida habrá philia; y también
justicia. Y el proverbio, `todo es común para
los philoi', es
correcto; porque la philia
está en la comunicación-comunidad»
(Etica a Nicómaco, VIII, 1,7,9). La philia
de Aristóteles no es la «amistad»
de los traductores y de los moralistas. Es el género
del cual la amistad, el amor, el afecto paternal o
filial, etcétera, son las especies. La philia
es el lazo que une el afecto y la valoración
recíprocas. Y su forma suprema sólo
puede existir en la igualdad -igualdad que, en la
sociedad política, implica libertad, que nosotros
hemos llamado autonomía.
|