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“Sobre las blandas fibras del cerebro
se asienta
la base inquebrantable de los más firmes
imperios”
Joseph Michel Antoine
Servan (1737-1807) [1]
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Hace un tiempo, en un periódico reconocido de
nuestro país, encontré un artículo
[2]
que se proponía informar, definir y aconsejar
acerca de una problemática que atañe actualmente
a los niños de nuestra sociedad: la “falta
de atención”, la “hiperactividad”
y las dificultades escolares que ellas conllevarían.
Podría decir que intentaba de manera práctica,
sin perder por supuesto el aire cientificista que lo
haría portador de una verdad poco discutible,
ayudar a padres, docentes y otros a detectar, tratar
y no desesperar ante el tan mentado ADD o ADHD ( trastorno
por déficit de atención con o sin hiperactividad).
El artículo comentaba con claridad las posible
causas de dicho trastorno, al que define como el conjunto
de signos y síntomas que dan cuenta de una alteración
funcional en tres áreas específicas: tiempo
de atención, control de impulsos e hiperactividad
(ocasionalmente). Ahora bien, ¿A qué se
refieren cuando hablan de alteración funcional?
Se trataría de neurotransmisores (mediadores
de la sinapsis neuronal) afectados cuando algún
gen provoca el mal funcionamiento de determinadas áreas
cerebrales. El mismo artículo sentencia “Y
no es un dogma; es evidencia científica”.
Este trastorno neurobiológico conllevaría
diversas dificultades denominadas “dis”
(dislalia, discalculia, dislexia) y también el
ADD o ADHD. En los niños estas patologías
se detectarían prevalentemente en la escuela,
produciendo dificultades en el aprendizaje.
El programa terapéutico según dicho artículo,
tome la forma que tome, apuntaría a “reeducar,
manejar y contener”, ya que al tratarse de cuadros
“crónicos” no habría manera
de “curarlos”. Por lo tanto con medicación
y psicoterapia, la cosa marcharía bien.
Los profesionales psiquiatras consultados al respecto
son sumamente categóricos en el asunto:
"(…) En primero
y segundo grado –continúa la doctora Abadi–,
los chicos con estos trastornos ponen en expresión
lo que traen biológicamente. En tercer grado,
cuando comienza el proceso de abstracción y pasan
de la lectura por barrido a la lectura comprensiva,
aparecen los grandes problemas. Un chico con ADD llega
hasta ahí. Después –si no fue tratado–
se pierde y empieza a sufrir, se ve diferente, tiene
dolor de estómago porque se atrasa, y su autoestima
empieza a disminuir. Los ADD necesitan mucha contención,
que se les enseñe cómo deben hacer para
aprender con su problema a cuestas. Además de
sufrir una escolaridad dolorosa, que muchas veces abandonan
–un alto porcentaje de ellos puebla las estadísticas
delictivas–, es obvio que esto evoluciona en trastornos
de conducta. Un 50% de ellos va a consumir drogas: entre
los adictos se ha encontrado un alto número de
ADD. Algunos han llegado a decir que si fumaban un cigarrillo
de marihuana se concentraban mejor, pero, claro, eso
es sólo al principio. Las conductas crean la
adicción y luego necesitan más y más
para concentrarse, y ya sabemos cómo terminan."
En fin…todavía me lo pregunto, ¿cómo
terminan doctora?
Alguna esperanza dan cuando apuestan al diagnóstico
temprano y a la plasticidad neuronal, concepto acuñado
por las “neurociencias” para dar cuenta
de la capacidad de maleabilidad, de cambio que tienen
las neuronas, sus conexiones, para adaptarse a las exigencias
de un contexto condicionante. Con lo cual, si se condiciona
la conducta todo puede marchar un poco mejor.
En el pasado estos niños eran nombrados como
"hiperactivos", "hiperkinéticos"
o "niños con DCM (Disfunción Cerebral
Mínima)". Rótulos para jovencitos
inquietos que con su conducta resultaban molestos a
los padres y a los maestros, y que no respondían
al modelo de niño “obediente y manso”.
Actualmente cada vez son más los niños
etiquetados y medicados, desde edades muy tempranas,
por presentar dificultades en la escuela o en el hogar.
Mi práctica como psicóloga en un hospital
pediátrico, me ofrece el testimonio de centenares
de padres que llegan con sus hijos a la consulta, ya
sea derivados por la escuela, o por motu proprio expresando:
“no para de moverse”, “no presta atención”
o “es demasiado inquieto”, es decir que
presentan conductas no esperadas, no calculadas, más
bien inadecuadas para la armonía pretendida por
un adulto.
La inquietud propia de la exploración de un niño,
los movimientos desordenados que hacen a la incorporación
del cuerpo por la psique misma, los juegos alborotados,
la atención que va de un lado al otro descubriendo
su mundo, los berrinches propios de un niño que
no admite el “no”, la resistencia a permanecer
sentado varias horas en la escuela, todas conductas
que quizá en otros tiempos eran leídas
como características sustantivas de la infancia,
actualmente son patologizadas y medicalizadas, a partir
de un nombre, de una nominación que etiqueta
al niño y justifica desde sus más tempranos
años el tratamiento psiquiátrico.
Asistimos en nuestra época a un amplio abanico
de diagnósticos psicopatológicos y terapéuticas
de fuerte tendencia simplificadora, reduccionista y
determinista. De la mano del DSM, las neurociencias
y un biologicismo extremo, se deja de lado la subjetividad
y los procesos que la hacen ser, procesos que implican
cierta complejidad suprimida en dichas tendencias.
Como vemos en el artículo antes citado, aferrándose
a cierto rigor científico, se realizan diagnósticos
y se crean nuevas nomenclaturas, nuevos nombres para
hechos de la mera observación, que sin embrago
cobran gran envergadura como etiquetamientos sociales.
Tal es el caso del ADD o ADHD.
Tanto instituciones de la salud, como la escuela e incluso
la familia, pueden asumir hoy la tarea del diagnóstico.
Es decir se generaliza y banaliza un acto médico
que conlleva grandes implicancias. A partir de cuestionarios
(el de Conners [3],
es un ejemplo) administrados por los padres o docentes,
se determina qué trastorno presenta un niño
y cuál será su tratamiento. En el caso
que nos atañe, encontramos que la medicación
y el encauzamiento conductual son las intervenciones
prevalentemente indicadas.
Si pretendemos realizar una lectura lúcida, y
como tal ética, no podemos dejar de señalar,
cómo ambas intervenciones apuntan a acallar el
síntoma, sin habilitar pregunta alguna acerca
del contexto, las condiciones, la conflictiva, la angustia
o miedos puestas en juego en la manifestación
aparente del niño. Por qué no preguntarse
¿a qué estará atento un niño
con déficit de atención? ¿Será
que la escuela ya no porta los sentidos para que un
niño de nuestra época pueda permanecer
sentado en el aula? ¿Será que los padres
no le prestan demasiada
atención al niño y por ello a éste
le falta? ¿Cuáles son los objetos que
brinda la cultura actual para la sublimación
de estos niños? Quizá la medicación
y la domesticación de la conducta sean caminos
viables para obturar las preguntas que los adultos no
están en condiciones de formularse o sencillamente
preguntas que resultan menos eficaces, en función
de un ideal social de inmediatez y resultados rápidos,
para todo aquello que se presente como “anormal”,
fuera de la norma.
Actualmente es altísimo y alarmante el número
de niños en edad escolar medicados por ADD con
metilfenidato. En las instituciones de salud pública
las estadísticas hablan por sí solas,
decenas de niños en tratamiento psiquiátrico
y medicamentoso por “trastornos de conducta”,
“déficit de atención” e “impulsividad”.
Se habla por allí de la “mercantilización
de los estados de ánimo”, ya que la industria
farmacéutica presiona desde los años cincuenta
para medicalizar situaciones de la vida cotidiana. El
poder produce, no sólo reprime dirá Foucault.
Vemos claramente cómo la industria medicamentosa
no sólo alimenta los trastornos ya diagnosticados,
sino que crea nuevos, en función de una píldora
que le daría su complemento (esto ocurrió
con la oleada de diagnóstico “bipolar”
que arrasó la subjetividad de muchos niños).
¿Qué se espera de un niño en nuestra
sociedad? Es una pregunta que retorna al analizar este
tema. Si compartimos con Castoriadis que la psique y
la sociedad mantienen una relación de indisociabilidad
y trasformación mutua, no podemos soslayar la
elucidación acerca de las instituciones, de las
significaciones imaginarias sociales por las que un
sujeto de nuestra sociedad transita y en las que crea
su subjetividad. Actualmente nos encontramos con instituciones
en crisis, caracterizadas por lo fugaz, lo efímero…institución
de un tiempo de la urgencia, de la brevedad y la eficacia.
Época del consumismo generalizado que consume
la dimensión subjetiva en un instante. Época
de la imagen, de estímulos permanentes. Subjetividades
construidas en una sociedad que no tolera la demora,
caracterizada por la aceleración, por la descomposición
de valores que la hacían ser…y en esto
sus síntomas, sus malestares, sus puntos de fuga.
Surgen así nuevas maneras de presentar el padecer,
que no son ya las de antaño, pero que producen
el mismo desorden en una sociedad que apunta a la armonía.
Y así sus niños…los niños
que produce y los cuales presentifican con sus conductas
y sus sufrimientos el reverso de la moneda.
Producto también de esta sociedad y en respuesta
a una urgencia histórica: clasificar para intervenir,
en 1952 hace su primera aparición el DSM. Se
define como un manual diagnóstico y estadístico
de los trastornos mentales. Su creación se da
en el marco de la APA (Asociación Psiquiátrica
de los Estados Unidos) y se propone la descripción
clara y discreta de diferentes categorías diagnósticas
con el fin de aunar criterios clínicos y apostar
a la investigación, estudio e intercambio entre
diferentes ramas de la salud mental. Dicho manual fue
desarrollándose a lo largo de los años,
realizándose múltiples revisiones. Actualmente
nos encontramos frente al armado de un nuevo proyecto,
concertado para el año 2012, en el que se producirán
algunos cambios. Aquí se enmarca el diagnóstico
de ADD, que por otra parte, no será modificado
en esta nueva versión.
Considero que el diagnóstico es un tema de gran
relevancia clínica en el campo de la salud mental.
Es un tema controvertido que ha generado y genera grandes
querellas, una batalla que hasta la actualidad parece
darle la victoria a la psiquiatría. Esta disciplina
ha generado un vasto sistema de clasificación,
un modelo nosológico que ha adquirido legitimidad
hasta nuestros días y donde el psicoanálisis
parece haber dado ventaja. Nos encontramos con una descripción
fuertemente fenomenológica, basada en signos
externalizados que nada saben del “corazón
del ser”.
La cuestión del síntoma como enigma, la
transferencia como tablero de juego, y una reflexión
crítica sobre la causa del padecer, han quedado
elididos de esta perspectiva.
Me interesaría, en este punto, y no de manera
exhaustiva, tomar algunas referencias de Foucault, ya
que considero central para realizar una lectura crítica
dar cuenta de las condiciones de producción de
un discurso, de las urgencias sociales en que se inscribe
el mismo, de sus dispositivos técnicos y teóricos.
Dicho autor, en su análisis pormenorizado de
la genealogía de la locura y de lo anormal en
nuestra sociedad, nos abre visibilidad para pensar acerca
de los apriori lógicos que dan lugar al surgimiento
del DSM.
Partamos de la premisa de que la hegemonía médica,
a lo largo de la historia, se ha desplazado y ha ganado
terreno tanto en el campo jurídico como, actualmente,
en el ámbito pedagógico. Cuántas
docentes, frente a un niño que por desatento
no aprende, ante el obstáculo de su práctica
educativa, derivan al niño al psiquiatra para
que este arregle lo que no funciona.
La psiquiatría, como poder productor de subjetividad
y a través de toda una maquinaria disciplinar,
ha construido al loco en su positividad, ya no como
“error”, sino como fuerza insurrecta que
transforma la conducta de un sujeto. Ante esto, a partir
del siglo XIX, tiene una respuesta: medicamentos y tratamiento
moral, tratamiento que apunta al encauzamiento de la
conducta, al dominio de esa fuerza insurrecta que es
potencial amenaza del orden social. Al igual que en
la actualidad donde con una pastillita y un buen tratamiento
conductista se busca acallar el síntoma y adaptar
las conductas a lo instituido socialmente.
Foucault llama “parapatológico” a
aquello que se trataría de un “defecto
moral”. Ya no hablamos de la enfermedad en sentido
estricto, sino de un conjunto de comportamientos que
si bien no presentan causa orgánica constatable,
son “patológicas” para una sociedad,
son lo “anormal”. “Anormales”
para la sociedad los hubo desde antaño, cada
época a su manera ha delimitado sus restos, sus
desvíos. Foucault define al “anormal”
como “ese personaje incapaz de asimilarse, que
ama el desorden y comente actos que pueden llegar hasta
el crimen” (no puedo dejar de recordar aquí
las sentencias prodigadas por los psiquiatras del artículo
periodístico). A su vez ubica a la psiquiatría,
como aquella disciplina médica que toma el relevo
del control de dicha amenaza, procurando reinstalar
la norma en todo aquello que la desoiga. Según
Foucault “la norma, por consiguiente, es portadora
de una pretensión de poder. [4]
No es simplemente, y ni siquiera, un principio de inteligibilidad;
es un elemento a partir del cual puede fundarse y legitimarse
cierto ejercicio del poder.” La norma en este
sentido, legitimada y sostenida por la psiquiatría,
implica principios de clasificación y corrección.
No se apunta al rechazo de lo que se escapa de sus marcos,
sino a la intervención totalizante con el fin
de restablecer un orden anterior.
El DSM como producto y marioneta del hacer clínico
de los profesionales de la salud mental, es en la actualidad
el dispositivo que permite poner en juego una especie
de proyecto normativo. Lógicamente apoyado en
otros instituidos, en otras significaciones imaginarias
sociales, que demarcan otros restos, otros desviados.
En esta categoría entran muchos niños
diagnosticados con ADD. Lectura realizada desde lo Uno,
desde la norma; lectura totalizante que no tiene en
cuenta lo singular; lectura de lo deficitario, de lo
“en menos” que no atiende la subjetividad,
paradójicamente…
Más que concluir, me gustaría dejar sólo
un nuevo punto en este tejido; sólo eso…un
nuevo puntal para seguir tejiendo esta problemática
que no puede dejar de implicarnos, no sólo como
profesionales de la salud mental, sino como sujetos
de nuestra sociedad.
No podemos confundir, o peor aún reducir el inconciente,
el sujeto histórico social a un neurotransmisor,
una reacción química o una funcionamiento
neuronal. Y esta quizá sea una apuesta fuerte
del psicoanálisis de nuestra época, a
la que no debemos renunciar. Somos contemporáneos
de una sociedad descreída de aquel “saber
no sabido”, constituida por sujetos que reniegan
vorazmente de toda interrogación, que intentan
obstruir la aparición de un mínimo atisbo
de deseo, sosteniendo la ilusión de que hay un
objeto que lo colma. Si bien Freud ya menciona a la
droga como un quita pena que neutraliza el malestar
cultural, en la actualidad el uso generalizado de psicofármacos
denuncia, a su vez, la fantasía de que serán
ellos quienes borren el dolor de existir.
Tomar posición frente a una clínica de
la globalización, clínica que masifica
y disuelve el uno por uno, la particularidad del sujeto,
su historia y su deseo, implica responsabilizarse no
sólo de los efectos de una cura, acompañando
al sujeto en un proceso de reflexión y autoconocimiento,
sino darnos un debate acerca de los diagnósticos
y sus implicancias en el campo de la salud mental.
El psicoanálisis hoy, como en sus orígenes,
es una praxis subversiva del orden existente. Un “peligro”,
si se quiere, en una sociedad que no parece dispuesta
a pensarse, a decidir qué quiere para sí,
para sus niños, para su hábitat, para
su educación, para su salud…sociedad encarnada
en millones de fragmentos ambulantes con botones en
los ojos, que muy disipadamente apuestan por un proyecto
de libertad y autonomía. Castoriadis nos dirá
"Toda sociedad es un sistema de interpretación
del mundo (...) Su propia identidad no es otra cosa
que ese "sistema de interpretación",
ese mundo que ella crea. Y esa es la razón por
la cual la sociedad percibe como un peligro mortal todo
ataque contra ese sistema de interpretación;
lo persigue como un ataque contra su identidad, contra
sí misma". [5] |
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Notas |
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[1]
“Sobre la administración de la
justicia criminal”. Ginebra 1767
[2] Revista “La
Nación”. Domingo 10 de septiembre
2006. Artículo: ¿Mi hijo tiene
ADD?
[3] Cuestionario de “Conners”,
un polémico test que, desde hace varios
años, se difunde en aulas y hogares para
que padres y docentes detecten, de un modo casero,
el Déficit de Atención en sus
hijos. Según el test, los niños
con TDAH cumplen, a grandes rasgos, con las
siguientes condiciones: tienen dificultades
para permanecer sentados, sus períodos
de atención son cortos, tienen dificultad
en esperar su turno y completar la tarea, no
parecen escuchar, hablan en exceso y se frustran
fácilmente ante el esfuerzo.
[4] Foucault Michel.
Los anormales. Clase del 15 de enero de 1975.
PP 57. Ed. Fondo de cultura Económica.
[5] Castoriadis Cornelius.
Los dominios del hombre. Barcelona. Gedisa,
1988.
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