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diegovelazquez@elpsicoanalitico.com.ar
 
El pensador y politólogo argentino Ernesto Laclau, en su libro “La razón populista”, expresa la idea de pensar al fenómeno del populismo desde una amplitud que no podemos sintetizar aquí, pero que destaca por utilizar el concepto sin el lastre peyorativo con que lo tratan muchos sectores del pensamiento político y otros tantos del discurso periodístico y cotidiano. A partir de allí, el populismo es pensado como un – importando un término- magma de demandas populares, que en otra instancia de la vida social encarnarán en un nombre con potencia performativa (para Laclau “pueblo”) y en unas prácticas.
Dos intercambios y comentarios entre colegas me hicieron reflexionar sobre algunas prácticas psicológicas y psicoanalíticas con sujetos que no son los tradicionales consultantes de clase media y alta en busca de tratamientos ortodoxos prolongados (situación cada vez menos tradicional). Es decir, los sujetos del populismo, o de los sectores populares, que acuden cada vez en mayor cantidad a la atención psicológica de distinto tipo.
En el primer episodio, en una presentación del trabajo de una colega, la Licenciada Cintia Dafond, se discutió el tipo de trabajo terapéutico que se realiza en los sistemas de medicina prepaga (sistemas de atención médica privada). Esquematizando, algunos colegas hacían hincapié en las limitaciones que este sistema impone (trabajo a corto plazo, con una temporalidad predeterminada, con los criterios del DSM IV, y sobre la base de la supresión sintomática), y otros (entre ellos la autora) enfatizaban cómo, aún en este encuadre, se puede generar un modo productivo de pensar psicoanalíticamente el encuentro más allá de la longitud o los encorsetamientos que vaya a tener.
En el otro episodio que quiero referir, un colega de una obra social sindical (es decir un sistema de cobertura de salud que corresponde a los trabajadores y financiados por sus aportes a la seguridad social, de carácter solidario) con un sistema de atención similar al de las prepagas, o sea regido por el Plan Médico Obligatorio del estado nacional argentino que rige a cualquier cobertura de salud y que otorga a un paciente una cobertura de 30 sesiones de psicoterapia anuales; comentó que este tipo de encuadre se ajusta al tipo de demanda porque la población de esa obra social (trabajadores de la construcción, empleadas domésticas, asalariados en general y sus familiares) presentan algo así como un “inconsciente finito”, es decir, una demanda más consciente, puntual y de corto plazo, sin una idea de exploración de lo inconsciente.
Las dos viñetas me llevaron a pensar que existe un “envés de sombra”, un “significante vacío en busca de significación” (Laclau), hacia el cual el psicoanálisis hoy no está mirando (siendo una disciplina que lleva en su marca de origen el mirar aquello que no se está viendo, en darle entidad a aquello que amenaza certezas). Y ese “no visto” es un gran grupo de sujetos provenientes de sectores populares, que han incorporado mucho del discurso y el pensamiento de cuño psicoanalítico por su mera inserción en la cultura metropolitana. Pero que junto a esto, justamente protegidos por el sector social al que pertenecen, no son interpelados por otro tipo de discurso: aquel tan alimentado por el mercado, el de los derechos del consumidor (de la medicina privada prepaga), el de aquel que recibe (paciente) o da (terapeuta) esas 30 sesiones que son vistas más como un despojo que como un derecho que el Estado garantiza a todo trabajador.
Esta reflexión está lejos de querer describir o clasificar a un tipo de sujeto clínico a partir de sus características socioeconómicas (ese inconsciente finito), por el riesgo de deslizarnos a una confusión entre “construcción de subjetividad” y “estructuración psíquica”, que señalara la psicoanalista argentina Silvia Bleichmar. Un sujeto, psicoanalíticamente pensado, no se define sin su pertenencia y sus atravesamientos sociales, pero tampoco sólo por éstos. Es decir que aquellos pacientes (neuróticos, psicóticos o borders; adultos o niños) y terapeutas que se encuentran en entrevista, alentados más por la idea “optimista”, sin puerilizar el término, de que por medio de significaciones modernas como “los derechos del trabajador” (no del consumidor) una atención psicológica cercana al barrio es posible (en vez de la añoranza de una atención prolongada que nunca estuvo en sus horizontes imaginarios), producen un espíritu de trabajo conjunto que necesariamente revierte efectos terapéuticos, independientemente de la duración del tratamiento.
Esos efectos terapéuticos recorren una variedad que a mi juicio incluye tanto el alivio sintomático como la ampliación de la capacidad de pensar (Wilfred Bion); la devolución del estatus de sujeto a ser tenido en cuenta y pensado; el ofrecimiento y soporte de la dimensión catártica (en el sentido que le da el psicoanalista argentino Rafael Paz) que se genera en todo encuentro humano transferencial; el reconocimiento y la pertenencia a un colectivo social donde está el que ayuda y el que es ayudado, como la mera información que permita a una madre devolver un niño a la escuela o saber con qué recursos de salud y educación cuenta en su entorno y qué derechos le asisten.
Hablo por lo tanto, de una clínica sin el espíritu de frustración que sobrevuela algunos tratamientos en medicinas prepagas, frustración por la añoranza de un psicoanálisis de un tiempo pasado dorado. Curiosamente, quizás ambas intervenciones a las que me refiero tuvieron la misma extensión temporal; ambas se hallan dentro del mismo dispositivo cuantitativamente: las mismas 30 sesiones que para un sector de pacientes y terapeutas son una limitación mientras se participa de una lógica del mercado, para otro sector son una enormidad y un exceso que nunca se llegará a utilizar y que produce algo más cercano al afecto de la gratitud, tan caro al psicoanálisis. ¿Acaso un sujeto es más sofisticado que el otro? ¿Uno tiene una potencialidad de exploración de sí mismo que consideramos ideal, y otro una limitación psíquica? Nuevamente aquí confundiríamos construcción de subjetividad con estructuración del psiquismo. Dicho de una manera que parece obvia, la profundidad y singularidad infinita de un sujeto no están ligadas de una manera lineal a su pertenencia social. Lamentablemente no creo que esta obviedad sea suficientemente tenida en cuenta.
Es decir, una intervención clínica deja un sabor amargo de insuficiencia y fracaso (la de la prepaga) y la otra (obra social u hospital público) el sabor de haber producido algún efecto, aunque lejos del ideal. No obstante ya es tiempo, si pensamos en el mensaje de “El porvenir de una ilusión” de Freud, de considerar si “el ideal” no es acaso un enemigo de la posibilidad de producir pensamiento y por lo tanto, de producir efectos terapéuticos en un sentido amplio.
¿Por qué este grupo de sujetos, más alentados por significaciones modernas como el trabajo, el derecho, la atención médica, etc., son tan poco percibidos por el psicoanálisis? ¿Será que todos estos existentes, realmente amenazan algunas nuevas certezas teóricas?
En el plano social, entiendo por mis prácticas que existe un amplio grupo de sujetos (del populismo) que en el microclima mediático capitalino son vistos peyorativamente como “captados por el clientelismo y el populismo”, negándoseles así toda subjetividad política. Y que por el mismo hecho de permanecer en las significaciones modernas, quizás representando un “bolsón de modernidad”, son poco tenidos en cuenta por un pensamiento que nunca será interpelado por ellos. Me refiero a esos grandes grupos de sujetos de los sectores populares, que participan de los planes y de la asistencia del Estado (sujetos y prácticas a los cuales, siguiendo a Laclau, no observo ni califico con ninguna valoración peyorativa), sujetos que reciben planes de capacitación (de ministerios de Educación, de Trabajo, y de las segundas líneas del Estado); sujetos invisibilizados por ese microclima mediático y por un cierto pensamiento psicoanalítico etnocéntrico – centralista, y que también llegan a la consulta psicológica por medio de dispositivos de garantía estatal. Sujetos que merecen ser pensados desde una perspectiva psicoanalítica y política que tenga tanto en cuenta su construcción subjetiva (histórica, socioeconómica, de clase y costumbres) como su estructuración psíquica (con todos los elementos teóricos que tenemos) sin superponer un plano con otro: es decir, restituyéndole tanto sus determinaciones inconscientes como sus demandas e intereses conscientes. Sin considerar sus prácticas con un sentido sólo biopolítico, que lo reduzca “a lo biológico; que le alcance para comer pero que no se le ocurra gastar en algo de lo que es específicamente humano: una entrada de cine o una copa de vino” (Silvia Bleichmar, en entrevista a Diario Perfil, 8-10-06). Que tampoco se le ocurran otras cosas de lo específicamente humano: analizarse o tener ideas políticas. En definitiva, demandas o prácticas que no son – como a veces se quiere ver simplificadoramente - la consecuencia de una manipulación política.
En síntesis, quiero decir que los pobres también piensan.
 
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