“El medio es el masaje”, dicen que dijo Marshall
McLuhan. “Ladran Sancho, señal que cabalgamos”,
dicen que dijo el hidalgo Don Quijote de La Mancha.
“¿Qué pretende usted de mí?”,
dicen que dijo Isabel Sarli. “El fin justifica
los medios”, dicen que dijo Nicolás Maquiavelo.
¿Qué tienen en común todas estas
frases? Sí, ya lo sabían: que nunca
fueron dichas por los autores a los que son atribuidas.
Para el texto que nos ocupa, tomaremos la última,
para repasar algunas cuestiones del pensamiento de
Nicolás Maquiavelo, el teórico político
renacentista de gran influencia posterior en el pensamiento
político, y sobre cuyas ideas se crearon distintos
mitos y simplificaciones. También, en el rescate
de esas líneas centrales de su pensamiento,
plantearemos su vigencia y lo interesante que resulta
a su luz observar algunos de los movimientos recientes
de la política institucional latinoamericana
y sus liderazgos de izquierda y centroizquierda.
Se suele postular que en Maquiavelo se encuentra
cierta contradicción entre sus dos principales
obras: “Discursos sobre la primera década
de Tito Livio”, y “El Príncipe”.
En el primero se declara partidario de la República,
partiendo del supuesto de que toda comunidad tiene
dos espíritus contrapuestos: el del pueblo
y el de los grandes (que quieren gobernar al pueblo),
que están en constante conflicto. Para Maquiavelo,
el mejor régimen es una República que
logre dar participación, a través del
buen funcionamiento de las instituciones, a las dos
partes de la comunidad para contener el conflicto
político dentro de la esfera pública.
Por el contrario, en “El Príncipe”
se suele observar una descarnada e irónica
descripción de las verdaderas prácticas
(no ideales) del poder y de los gobernantes, junto
con los consejos para quien ejerce el poder.
De todos modos, es una constante la idea de colocar
la categoría de conflicto en un lugar central
para entender la praxis política. Y además,
Maquiavelo nunca dejó de considerar a la República
como el sistema político posible y deseable,
aunque señaló sus falencias en el contexto
socio - histórico en el cual le toca pensar.
Se lo acusa de una inmoralidad dirigida a la obtención
del poder. Pero su contexto y sus ideas permiten pensar
al poder dentro de una dimensión humana e histórica,
con consecuencias en la transformación de la
subjetividad de los seres humanos.
En cuanto a los fundamentos de sus ideas, puede decirse
que Maquiavelo quiere la República, pero vio
la corrupción imperante en Florencia, y a partir
de allí entiende que en el mundo se están
armando estados nacionales y ve la necesidad de que
el territorio del Príncipe no sea diezmado
como “país”; observa, basado en
sus experiencias políticas y personales, la
necesidad de armar un estado nacional fuerte y duro;
es decir, da entidad a una ambición política
con potencialidad transformadora.
El cambio político
Maquiavelo es, de esta manera, el primer autor que
puede pensar el cambio
político. El sujeto político,
a partir de él, no es Dios, ni la naturaleza:
no son estas entidades las que producen los cambios.
Es el sujeto humano quien puede producir y produce
los cambios políticos. Por lo tanto, hay que
cuidarse de los otros, no temer a Dios ni a la naturaleza,
sino que hay una dimensión de otredad humana
en su pensamiento: es el otro quien también
puede hacer política. Ni Galileo ni Newton
habrán, más adelante en el tiempo, expulsado
a Dios del discurso como lo hizo Maquiavelo. En sus
textos, y pensemos en su contexto para entender el
valor de esto, no menciona a dios como actor posible
en el escenario de la política. Dios es el
gran desterrado de El Príncipe.
Los actuales liderazgos latinoamericanos, salvo las
excepciones puntuales de dos o tres países
(lo cual dibuja un bloque fuerte de muchos Estados
nacionales en Sudamérica y Centroamérica),
se distinguen por su orientación social, progresista,
de izquierda o centroizquierda (haciendo una síntesis
simple). En todo caso, tienen en común el haber
arribado al poder con un mensaje renovado, y en su
praxis, no ejecutan programas neoliberales ni están
alineados automáticamente con Estados Unidos.
Esto, en el furor cotidiano de las críticas
localistas o “el narcisismo de las pequeñas
diferencias”, queda a veces oscurecido o deslucido
como proceso transformador (proceso no sólo
discursivo sino apoyado por muchos índices
y refrendado en muchos actos simbólicos). Quizás
la diferencia de estos procesos integrados, respecto
de otras experiencias más o menos fallidas,
sea, entre otras variables, un modo de ejercer el
poder y el liderazgo, que – nuevamente –
con diferencias en cada país, expresa un ejercicio
“maquiavélico” del poder. Y si
despojamos esta expresión de la connotación
que le da el sentido común, este ejercicio
maquiavélico del poder, es – en este
sentido en el que estamos trabajando – menos
la aberración que significa para los sectores
conservadores, que la virtud que significa para nosotros,
en cuanto a la transformación de las condiciones
de vida de partes importantes de las poblaciones americanas.
Este entender al otro como actor político,
permite situar a actores concretos (monopolios, corporaciones,
sectores concentrados de la economía, medios
de comunicación hegemónicos y la reproducción
de un imaginario instituido desmovilizador y antipolítico),
como aquellos antes los cuales es importante la unificación
de un Estado fuerte con un liderazgo que lo encarne.
El Príncipe es un manual político.
Maquiavelo comprende la historia no en el sentido
de un pasado dorado, sino como experiencia de la que
se puede aprender. En ese sentido, sus ideas centrales
son:
1) la laicización de la política, la
subjetivación del sujeto político.
2) la idea de suerte y fortuna del príncipe
o líder, lo que hoy llamaríamos “olfato
político”, una combinación de
la suerte y un saber operar sobre el escenario.
3) el pesimismo o escepticismo respecto de la condición
humana; así es como afirma que un hombre olvida
antes el asesinato de su padre que la usurpación
de su patrimonio. Los sucesos de diciembre de 2001
le darían la razón.
4) una dinámica entre el amor y el temor: sus
consejos políticos tienen algo de “Psicología
de las masas y análisis del yo”, unos
siglos antes. Sostiene que es bueno para un príncipe
ser amado y ser temido, pero como el amor es volátil
(podríamos decir, es un lazo libidinal que
se puede desplazar), es mejor ser temido.
Todo esto hace, sólo 20 años después
del descubrimiento de América, a la subjetividad
del Estado y el hombre moderno, en el contexto de
la reconquista española y la expulsión
de los moros (la unificación de España
lo alerta para sus escritos), como marca de la identidad
española junto al idioma. Para Maquiavelo,
hay que armar una mística de lo que es lo soberano.
A través del amor al Príncipe, no del
totalitarismo.
El mito de la “inmoralidad” de Maquiavelo,
su exaltación de la falta de escrúpulos,
la transformación de su apellido en adjetivo
(“maquiavélico”), y falsa cita
de su nunca pronunciada frase (la ya citada “el
fin justifica los medios”), quizás responda
no sólo a la simplificación del pensamiento
– maniobra tan habitual con tantos autores abandonados
por las modas – como a la necesidad de algunos
sectores (políticos, de la llamada opinión
pública, o de algunos medios de comunicación,
a quienes sí les interesa poco qué caminos
se utilizan para conseguir determinados fines) de
sostener otro mito. El mito de una política
pura, o una pureza política, que niega la noción
de conflicto tan central para corpus de pensamiento
como el marxismo y el psicoanálisis. Y que
por lo tanto, desacredita todo corrimiento a la izquierda
de una agenda política (la coyuntura continental
que estamos viviendo), de un resultado electoral,
o de concretas políticas activas del Estado,
en pos de una idealización política
“honestista” y purista, poco posible y
que no registra o produce cambios en la existencia
de seres humanos en algún grado de postergación.
En Maquiavelo, su función de analista, consejero,
y de algún modo precursor de los contemporáneos
encuestólogos y asesores, quizás realza
y jerarquiza sin saberlo, la función de los
técnicos tan denostados también por
los sectores antes mencionados, como si fuese un cuerpo
ocioso de la burocracia política.
En definitiva, maquiavélica no es la maldad
que el conservadurismo quiere ver en la práctica
política, sino – justamente – la
exaltación de la política como práctica
humana.
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